Agnes Varda. Foto: AFP.
Agnes Varda. Foto: AFP.

Por Ezzio Ramos

El centro de Berlín, desde la Potsdamer Platz hasta el Friedrichstadt-Palast (el último edificio suntuoso de la antigua Alemania Oriental), está atiborrado de gente. Se respira una elegante espectacularidad. Las avenidas y plazas han sido coronadas por el característico oso erguido que representa a la capital alemana y los jardines parecen una enorme pasarela iluminada.

La ciudad celebra uno de los festivales de cine más importantes del mundo: la Berlinale. Y entre el fervor de la gente, un nombre suena aquí y allá: Agnés Varda. Como premio a su trayectoria, el festival le entregará el premio Berlinale Kamera y, posteriormente, proyectará —fuera de competencia— la que sería la última obra de la cineasta francesa: Varda par Agnès (2019). Vista entre líneas, quizás sea la crónica de una muerte anunciada.

UNA DECLARACIÓN DE INTENCIONES

Se trata de un recuento de toda una vida dedicada al cine que es, a su vez, una clase maestra sobre el séptimo arte, una declaración de amor al trabajo que realizó sin descanso durante más de seis décadas. Incluso así, ella prefería evitar denominarse como una leyenda. La radiografía de una nonagenaria todavía cándida que fusiona su propia identidad con el lenguaje cinematográfico, que recoge las historias en los márgenes de la sociedad y que descubre, en ellas, el rostro y la calidez humana. En fin, una declaración de intenciones y un despliegue de vida y energía por parte de una mujer que ha estado presente, detrás o delante de la cámara, siempre con una visión aguda y acompañando (o, mejor dicho, adelantando) los cambios radicales que experimentó el cine desde la década de los sesenta.

Pero, tanto como lo anterior, Varda par Agnès es un retrato melancólico sobre la pesadez de la vida, de ahí que esta cinta se posicionara a sí misma como una despedida. Casi al final, la directora nos revela el motivo del adiós. No es la edad, pues para ella un siglo se quedaría corto, ni mucho menos el agotamiento (trabajó hasta el último de sus días), sino la enfermedad. Con una voz que luchaba por no quebrarse, la madrina de la Nouvelle Vague nos revela que está perdiendo la vista, la más irónica de las tragedias que puede acaecerle a una persona que tuvo siempre los ojos puestos en el visor.

TALENTO Y HUMILDAD

No obstante, rememorar a Agnès Varda no tiene por qué teñirse únicamente de melancolía, sobre todo cuando sus obras, aun las más nostálgicas, escaparon siempre al confort del desconsuelo. De Varda, con su estilo único para desdoblar la ficción y la realidad, nos quedan varios documentales y largos de ficción que discurren desde el brote de aire fresco que representó La pointe Courte (1955), precursor en estilo de lo que harían Godard y Truffaut cinco años después, hasta Sin techo ni ley (1985), esta desesperanzada pieza maestra sobre los últimos días de una joven transitando por los despojos del sistema. O ese retrato humano de la Francia rural en Visages Villages (2017).

Agnès Varda se despidió con una digna demostración de talento y humildad, pese al tardío reconocimiento de su obra; un reconocimiento que, por otra parte, nunca constituyó el centro de su interés. Al final, nos queda una obra sólida y variada, y la lección de que un cine rebelde y consciente no solo es posible sino necesario. Un cine guiado por el cariño a la humanidad, sobre todo a quienes viven sin techo ni ley.

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