Con Andrés Soto ha terminado una época dorada de la música criolla en el Perú.
Con Andrés Soto ha terminado una época dorada de la música criolla en el Perú.


Por Eloy Jáuregui

Con la muerte del artista Andrés Soto Mena (Lima, 29 de abril de 1949 - 7 de julio del 2017), se cierra uno de los capítulos más importantes de la música criolla del Perú. Soto era la sucesión viva de la música popular que tejía las herencias africanas con el manto hispano del factor mestizo en las culturas polisémicas del llamado criollismo costeño peruano. Sí, a la manera de Chabuca Granda o de Alicia Maguiña.

Nadie como él para llamarse cantautor de las crónicas musicales de la urbe y la ubre de Lima. Cantautor para ser ese mester de juglaría, trovador del mosaico de la poesía —épica o lírica— del carácter popular de la heredad desde la Edad Media y hasta los latidos contemporáneos de la conciencia urbana con su melodía y prosodia. Andrés Soto fue nuestro pregonero y recitador del palpitar de esa Lima que se cruza con sus leyendas y sus personajes.
De su obra, no obstante, están apenas esa primera grabación de 1979 y sus libros, que al final se conjugan con Testimonio de obras, canciones, epístolas y otros adefesios. Hay que reconocerle también sus temas memorables como “Negra presuntuosa”, “El tamalito”, “Tu mirada y mi voz”, “El ropavejero”, “El membrillito”, “Quisiera ser caramelo”, “Es Amador” y “Negrita cuculí”, grabados por artistas como Tania Libertad, Bárbara Romero, Richard Villalón, Julie Freundt, Patricia Saravia, Julia Elena Dávalos, Eva Ayllón, Cecilia Barraza y Susana Baca, además del brasileño Jairzinho Oliveira.

El representante de la negritud
Soto era heredero directo de Chabuca Granda. Después de Pedro Pacheco y José Escajadillo, fue el compositor más ambicioso, porque desarrolló varios de los puntos que la música criolla necesitaba para modernizarse: explotar las raíces negras y vincularlas a nuevos movimientos musicales. Y si hace poco falleció Luis Abanto Morales, que fue el representante de la “choledad”, ahora hemos perdido al representante de la “negritud”.
Andrés Soto fue un engranaje complejo de la identidad peruana que reunió la matriz de nuestra pluralidad y que tejió las coplas negras, los temas urbanos, las canciones de trova ciudadana. Fue, pues, el actor de esa manera distinta de expresar los sentimientos de la ciudad y su entorno. Fue costumbrista, fue romántico, fue testimonial y existencial.
Su rebeldía empezó en el grupo Manos Duras, creado en 1968 junto con Paco Guzmán, Daniel “Kiri” Escobar y Hugo Castillo. Todos eran vecinos de un barrio emblemático —el parque Huiracocha de Jesús María—, zona bohemia de Lima donde Soto armonizó aquel sentimiento encontrado en el maremoto de todas las músicas, sus héroes, sus temas inolvidables.

El maestro decía que su arte no tenía género: "Yo lo llamo canción", afirmaba.
El maestro decía que su arte no tenía género: "Yo lo llamo canción", afirmaba.

El poeta cantor
En los setenta llegaron al Perú los ramalazos del rock duro del festival de Woodstock, con Santana y Jimi Hendrix; y después la Fania All Stars, con las salsas de Héctor Lavoe y Willie Colón. También teníamos que sufrir los albores de la cumbia tropical andina de Los Destellos y Los Ecos. En ese tiempo, Andrés Soto supo imponer su estilo en un escenario donde la radio saturaba con la música orquestada, el cine con su sosería de temas para ‘pensar’ y el folclore con la melodía precursora de la migración en la capital.
En su momento, Mario Vargas Llosa lo reconoció en su programa de televisión
La torre de Babel y fue el ejemplo peruano del poeta-cantor. De ahí su cercanía con los poetas del movimiento Hora Zero, que en los setenta proponían la impronta de un canto nacional en su propuesta estética y en su reivindicación de la poesía urbana con esencia social. Hoy, cuando oímos sus cantos, está ese limeño que estudió en el Guadalupe y que complementó las Ciencias Sociales de la Universidad Católica con cursos en el Conservatorio Nacional, donde fue alumno de Celso Garrido Lecca, Enrique Iturriaga, Nelly Suárez, entre otros.
Cuando uno le preguntaba cómo definía su arte, decía: “Lo mío no tiene género, yo lo llamo canción”, como una vez contó en el programa de televisión Presencia cultural. Muerto hace unos días, hay que reconocer que Soto no fue un académico, sino más bien un músico popular. De sus venas salía una poética innata, propia de los juglares, de esa experiencia de trovador que le cantaba a la esencia callejera de su ciudad.

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