En 1927, un informe elaborado por la prefectura advertía que en Lima había seis casas de tolerancia, cuatro casas de posada y 102 casas de citas repartidas por toda la ciudad. Y otro grupo de 50 o más casas de citas en el cercano puerto del Callao. Esta geografía del comercio sexual, presentada en el libro “Historia de la prostitución en el Perú (1850-1956)”, del historiador Paulo Drinot, editado por el Instituto de Estudios Peruanos (IEP), fue la antesala de la creación, un año después, del barrio rojo de Lima. En una alejada calle ubicada en el distrito de La Victoria —un naciente barrio obrero e industrial—, se buscó concentrar en cuadras y burdeles una actividad que era vista, por las autoridades y médicos de la época, como un mal necesario. Con esta decisión, se buscó acabar con décadas de discusiones sobre qué hacer con la prostitución en la capital, un debate que había alcanzado no solo a autoridades, científicos, políticos y abogados, sino también a diversos colectivos ciudadanos, desde ilustrados hasta masones, anarquistas y feministas de la talla de Mercedes Cabello y María Jesús Alvarado.
Alvarado había iniciado en 1910 una campaña para salvar a las niñas de la calle que “pululaban” por las estaciones, bares y plazas entre “la indiferencia, el desprecio y la lascivia de hombres y mujeres vulgares”. Estas niñas, según la maestra y escritora, terminaban enfermas, invadiendo las salas de los hospitales, o “llenando los prostíbulos en el desenfreno de las más degradantes y perniciosas pasiones”. Como comenta Drinot, la denuncia de Alvarado sobre la prostitución estaba acompañada de un reclamo más amplio por la emancipación de la mujer y su mayor acceso a empleos y educación.
En ese cambio de siglo, las autoridades limeñas no solo estaban preocupadas por los estragos de la peste bubónica o la tuberculosis, sino también por el avance de las enfermedades venéreas que, según decía Manuel Atanasio Fuentes, en su “Estadística general de Lima”, afectaba a la cuarta parte de los jóvenes de la ciudad. Todo eso influyó para que se impusiera reglamentar el comercio sexual por un tema de salud pública y para ‘proteger’ a quienes buscaban estos servicios, amparados en ‘informes médicos’ que sostenían que “los hombres tenían necesidades sexuales que no podían satisfacer dentro del matrimonio”. Pero también para resguardar la moral y las buenas costumbres de las mujeres, pues como escribe Drinot había “una percepción de que las prostitutas podían despertar deseos sexuales latentes en mujeres que parecían estar adoptando […] modas, nuevas ideas y comportamientos que desafiaban los roles de género y la autoridad patriarcal”.
Opiniones en periódicos masones, como “La Linterna”, criticaban la falta de autoridad para controlar la prostitución. Y otras voces también censuraban la conducta de los “hombres hipócritas que durante el día socializaban con las más bellas y decentes señoritas y por la noche iban tras busconas de la peor ralea”.
Para el autor del libro, estas creencias sobre la prostitución son transversales en el tiempo. “Esa idea de proteger al hombre viene de muy atrás, ya la encontramos en San Agustín —dice Drinot—, por eso se pensaba que era conveniente reglamentar y mejorar el acceso a este servicio. Este pensamiento se mantiene hasta el siglo XX y yo diría que recién con el discurso feminista comienza a cambiar esta perspectiva y se empieza a cuestionar la idea de si es necesario reorganizar la sociedad para satisfacer una supuesta necesidad sexual masculina”.
“La creación del barrio rojo buscó concentrar una actividad que era vista en la época como un mal necesario”.
La calle Huatica
El barrio rojo de Lima se ubicó en 1928 en el jirón 20 de Setiembre, una calle que más adelante pasó a llamarse Huatica. “Al aislar la prostitución en el barrio rojo, se esperaba que el sueño reglamentarista se materializaría, pero en la práctica lo que ocurrió, en sus 30 años de existencia, fue que surgieron nuevas ansiedades y las mismas preocupaciones existentes cuando los burdeles estaban dispersos en la ciudad. Ahora todas las críticas se enfocaron en el barrio rojo y comenzó a ser visto como un lugar de criminalidad, donde se ubicaba lo peor de la sociedad limeña. Eso alimentó la crítica abolicionista y en la década de 1950 se produjo un movimiento mucho más fuerte que motivó su cierre definitivo”, explica Drinot, quien también recoge reportajes de la época en los que las mujeres que trabajaban ahí se mostraban satisfechas con el cierre, pues “les daba la oportunidad de dejar de depender de las administradoras extranjeras de los prostíbulos, que alquilaban las tiendas” por 70 soles diarios.
El periódico “La Crónica” informaba que las mujeres desalojadas se trasladaron “en grupos compactos” a otras zonas de la ciudad como el jirón Paruro o la calle Capón. Otras, las más pudientes, decían haber creado un fondo de un millón de soles y pedían al gobierno un terreno en la avenida Argentina para “costear la construcción de un local adaptable” a sus servicios.
“Lo que trato de hacer en el libro, en la medida de lo posible —afirma el autor—, es dar visibilidad y agencia a las trabajadoras sexuales y algunas fuentes que utilizo me permiten eso, como las cartas que ellas escribían al prefecto quejándose de lo que ocurría en sus burdeles. Además, ellas figuran en los periódicos, los periodistas van al barrio rojo y las entrevistan, entonces a través de estos informes es posible ver cómo ellas influyen en este proceso de clausura”.
Por esos días, en El Comercio, cuyas páginas habían acogido también la campaña para el cierre del barrio rojo, se denunciaba la ya creciente prostitución clandestina en otras zonas de Lima. En el libro se reproduce la frase de un diputado que grafica esta situación: “Se clausuró un barrio rojo, pero se creó una ciudad rosada”. El comercio sexual y la trata de mujeres en el país tomará después otras rutas y contextos. Es una historia que está, definitivamente, por escribirse.