Las denuncias del periodista Benjamín Saldaña Roca ante la Corte de Iquitos en 1907, publicadas en los diarios La Sanción y La Felpa, y acogidas por el diario La Prensa en su edición del 30 de diciembre de ese año, informaban sobre los crímenes que se cometían en el Putumayo. El Gobierno peruano designó a los jueces Carlos A. Valcárcel y Rómulo Paredes para investigar. Dichas pesquisas fueron cubiertas por El Comercio en las ediciones del 31 de julio de 1911 y del 16 de agosto de 1912. Todo resultó absolutamente cierto.
El inicio de la historia
Esta es la historia que mis bisabuelos Gregorio López y Josefina Pinedo, del clan Aymeni y Nonuya, les contaron a mi abuela Martha López y a mi padre Santiago Yahuarcani. Mi bisabuelo Gregorio, cuyo nombre en uitoto era Ibe, que significa ‘pluma’, nació a finales del siglo XIX. No recordaba exactamente la fecha ni el lugar, y su dominio del español no llegaba más allá de las 100 palabras. Tenía entre sus pertenencias una fotografía tomada en los años 60 en la ciudad de Iquitos. Por entonces, gozaba de buena salud, y la instantánea captura la imagen de un hombre delgado, de piel seca, estatura baja y rodeado de su familia. Don Gregorio iba y venía hablando y cantando en munuka, el idioma de la gente de La Garza Blanca.
La última vez que vio a sus padres fue entre el 10 y 12 de julio de 1911, cuando tropas colombianas y peruanas se enfrentaron en La Pedrera. Aquel conflicto en territorio indígena desplazó a muchos de sus ancestros. “Me lancé al río al escuchar las balas.Yo era chiquito”, recordaba. Otros niños y niñas también cruzaron el río a nado para salvar sus vidas. Días después, fueron atrapados por los caucheros y enviados a una de sus estaciones —no recuerda cuál, quizá fue El Encanto, Último Retiro o Matanzas—. Su vida en la estación cauchera estuvo rodeada de castigos, vejaciones y violaciones indescriptibles y escalofriantes.
Los castigos
Gregorio cuenta lo que vio. “Como era pequeño, acompañaba a mis mayores en todo lo que hacían: a recolectar caucho, a construir y reparar las casas de los blancos. Cuando el bebé de una madre lloraba e interrumpía el trabajo, le arrebataban al niño y lo lanzaban al fuego. Eso hacían los capataces, también llamados corregidores. El hombre que no traía los kilos de caucho requeridos era castigado en el cepo o le arrancaban un pedazo de las nalgas con un cuchillo. Otras veces lo amarraban a un árbol y lo azotaban hasta verle los huesos. Le cortaban las orejas con las manos atadas a la espalda mientras era golpeado sin piedad. Como producto de esto, las heridas se infectaban y engusanaban”.
“Muchos —continúa el bisabuelo— no recibían alimentos y, por eso, comían tierra y los gusanos de sus heridas”. El relato no deja de tornarse escalofriante: “Una vez, el patrón le molió los testículos a golpes con una porra de madera a un abuelo. Estos castigos eran para hombres y mujeres. A una anciana la mataron a golpes, y el patrón mandó a envolverla con una bandera peruana, le rociaron kerosene y le prendieron fuego. A muchos los sumergían en el río hasta que se ahogaran. Se construyeron hoyos en la tierra de unos 10 a 15 metros de profundidad. Allí reunían a los castigados por varios días, hasta que estaban muy enfermos y hambrientos”.
“Cuando los capataces bebían alcohol y jugaban a las cartas, tenían el revólver cargado, listo para disparar a cualquier indígena por diversión. Había perros entrenados para perseguir y capturar a nuestros abuelos. Tres de ellos fueron muy temidos por devorar y comer a las personas. Se llamaban Pichikuma, Botellón y Doca. Decían que eran de Julio César Arana. Nuestro manguaré, el instrumento sagrado, fue prohibido, pues los patrones suponían que, a través de los sonidos, llamábamos a otros clanes para rebelarnos. Cuando escuchaban que se golpeaba el manguaré, inmediatamente sacaban a los presos del cepo y los asesinaban”.
La historia no termina: “También quemaron muchas malocas llenas de uitotos, como advertencia para no rebelarnos. Estas quemas eran hechas con copal, una resina combustible extraída de la savia del árbol de copal. Muchos clanes fueron exterminados totalmente con este método. Nadie lograba escapar porque afuera estaban los carabineros y disparaban a cualquiera que intentaba ponerse a salvo. El cepo era el castigo más utilizado y había dos tipos: uno para los pies, y otro para los pies, la cabeza y las manos. El segundo fue el más cruel. Cuando decapitaban a los presos, lo hacían sobre el tocón de un árbol. Con un machete u hacha, cortaban el cuello. Las mujeres eran violadas delante de sus familias, y los bebés, lanzados al río. Toda la región donde se trabajó el caucho se parecía a un campo de batalla. Había cadáveres por doquier. Llevaron muchos indígenas al Brasil para seguir trabajando el caucho. Otras atrocidades más se me van de la mente”.
Sogaima y Gurai
Durante los años que duraron las caucherías, se produjeron varias rebeliones. La mayoría fue de curacas y curanderos. Líderes políticos y religiosos de los clanes fueron asesinados para eliminar la estructura social de los uitotos. Para hacer frente a estos crímenes, Sogaima y Gurai, dos jóvenes curanderos, se rebelaron y emboscaron la casa del capataz, pero este logró escabullirse con sus ayudantes. Las represalias fueron brutales: asesinaron a decenas de personas, y los que escaparon se refugiaron en una gran maloca. El capataz mandó asegurar la puerta, cercaron con bolas de caucho y resina de copal toda la casa, y le prendieron fuego. Las personas gritaban y lloraban con desesperación. Aquel lugar donde se levantaba la gran maloca se llama Llaroka Amena. Dicen los abuelos que, mientras la gran maloca era consumida por la candela, el espíritu de Sogaima caminaba entre ellos tranquilizando a su gente. Al llegar la noche, de las cenizas de los muertos nacieron mariposas, aves y animales que escaparon al monte. Decía Gregorio que él visitó dos veces ese lugar y que aún estaban las columnas de la gran maloca como testigos silenciosos del progreso.
La fiebre del caucho dejó como saldo más de 40 000 muertes.
Libros como La vorágine, de José Eustasio Rivera; el Libro azul británico, del irlandés Roger Casement; El sueño del celta, de Mario Vargas Llosa; y Putumayo: el paraíso del diablo, del ingeniero norteamericano Walter Hardenburg, dan cuenta de los crímenes cometidos durante la fiebre del caucho, a inicios del siglo XX. Miles de uitotos, boras, ocainas y andoques fueron esclavizados y obligados a trabajar el caucho. Los que lograron escapar cayeron víctimas de las nuevas enfermedades como el sarampión.
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