Eran días enrarecidos. En los primeros meses de 1940, el mundo se encontraba en guerra tras el avance devastador de las tropas nazis por la Europa occidental y la extensión de los enfrentamientos por el norte de África. Mientras, en Asia, el imperio japonés se enfrentaba a China en una carrera expansionista por el Pacífico. Así, el globo había quedado dividido en dos frentes: los aliados, liderados por Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña (después se uniría la Unión Soviética), y el eje comandado por Alemania, Italia y Japón. Lejos del frente de batalla, el Perú mantenía su apoyo a los aliados y vivía también sus propios dramas.
Desde hacía una década, la xenofobia contra los inmigrantes japoneses había ido en aumento, alimentada desde diversos frentes —políticos, económicos y sociales—. En la década de 1930, los gobiernos de Luis Sánchez Cerro y Óscar R. Benavides habían dado medidas para frenar o regular la inmigración japonesa, y en algunos medios —como La Prensa y La Tribuna— se escribían enardecidos artículos en los que se acusaba a los inmigrantes de restar posibilidades de empleo a los peruanos.
A inicios de 1940, los rumores decían que Japón invadiría el Perú, y se acusaba a sus súbditos de almacenar armas para preparar el arribo de la armada imperial a Chimbote. Tal como refieren investigadores como Alejandro Sakuda (El futuro era el Perú), Amelia Morimoto (Los japoneses y sus descendientes en el Perú), Mary Fukumoto (Hacia un nuevo sol) o José Naupari (Tesis La persecución a la colectividad japonesa en el Perú 1941-1945), ninguna voz formal salió a desmentir los infundios. Naupari accede a información oficial de la época y cita un pronunciamiento —difundido en El Comercio— para evitar los desmanes, pero enviado recién la tarde del 13 de mayo, cuando ya había estallado la violencia.
Los hechos
Ese día, conforme avanzaban las horas, las turbas enardecidas se dedicaron a apedrear, saquear y quemar casas particulares, negocios, tiendas, colegios y fábricas de ciudadanos japoneses. Hubo heridos de bala y muertos, pero nunca se hizo una investigación real sobre lo sucedido. En la edición del 14 de mayo, este diario dedicó dos columnas a los hechos: “A la cinco y media de la tarde, hora en que iniciamos un recorrido en automóvil por las diversas zonas de la capital, (…) el ambiente era de inusitado movimiento. Los barrios de La Victoria se veían excepcionalmente concurridos. En la urbanización Mendocita fue asaltada e incendiada parte de una fábrica de chicha. En la calle Pejerrey, que queda —como se sabe— en la intersección de Carmen Bajo, Peña Horadada y Huaquilla, (…) eran asaltados simultáneamente tres establecimientos de industriales japoneses; lo mismo ocurría en las esquinas de las calles Las Cruces y espalda de Santa Clara. Por allí, siguiendo la Buena Muerte y Trinitarias, entramos a la calle San Ildefonso, encontrando (…) a grupos de muchachos que rompían las puertas de un establecimiento japonés…”. A la medianoche el Puesto de Socorro de Miraflores seguía recibiendo heridos.
Según el censo de 1940, en Lima vivían 13.557 japoneses y en el Callao, 1.996. Naupari concluye —en la tesis citada—, que aproximadamente 620 ciudadanos japoneses fueron afectados por los disturbios, de los cuales la mitad lo perdió todo y tuvo que regresar al Japón.
Explicaciones sobre la animadversión
Sobre el origen de la animadversión contra los inmigrantes, el historiador Juan Luis Orrego (ver entrevista a continuación) afirma que “hay un aspecto ideológico-político que ocurrió en el siglo XX, especialmente durante la primera mitad, cuando en nuestro país, al igual que en otros de América Latina, se definía el tipo de nación que queríamos ser. En ese sentido, nuestra elite apostaba por el modelo de la homogeneidad cultural, sobre la base de la supuesta existencia de un Perú mestizo, síntesis del legado hispano (occidental) y andino. Todo lo que se alejaba de esa visión era sospechoso y peligroso para los gobiernos conservadores que tuvimos entre 1930 y 1945: Sánchez Cerro, Benavides y Prado”. Una sospecha que derivó luego en el envío de más de 1.500 japoneses a campos de concentración en Nuevo México, California y Texas.
Entrevista con el historiador Juan Luis Orrego
Ochenta años después, ¿cómo interpretar estos hechos contra los japoneses en el Perú?
No me sorprende y, lamentablemente, lo entiendo en vista de lo que hoy, por ejemplo, no solo observamos en nuestro país sino también en el resto del mundo, hasta en la civilizada Europa. Si en las actuales circunstancias, en las que, teóricamente, ya no hay analfabetismo, la educación en todos sus niveles está más difundida, cuando hay más globalización, más gente que viaja por el mundo y tiene más acceso a la información ocurren brotes de xenofobia, no nos deberíamos escandalizar que, hace ocho décadas, cuando los niveles educación y comunicación eran muy precarios, algunos grupos de peruanos hayan reaccionado con odio y violencia contra la pujante colonia japonesa de entonces.
¿Hubo solo xenofobia exacerbada por la Segunda Guerra Mundial u otros intereses económicos o políticos detrás de estos hechos?
En esa perspectiva, creo, hay un aspecto ideológico-político que ocurrió en el siglo XX, especialmente durante la primera mitad, cuando en nuestro país, al igual que en otros de América Latina, se definía el tipo de nación que queríamos ser. En ese sentido, nuestra elite apostaba por el modelo de la homogeneidad cultural, sobre la base de la supuesta existencia de un Perú mestizo, síntesis del legado hispano (occidental) y andino. Todo lo que se alejaba a esa visión era sospechoso y peligroso para los gobiernos conservadores que tuvimos entre 1930 y 1945: Sánchez Cerro, Benavides y Prado.
¿Cómo calificas, por ejemplo, la actuación del canciller Alfredo Solf y Muro en los momentos en los que sucedieron estos acontecimientos?
El canciller de entonces actuó como bisagra institucional de aquel Perú intolerante y conservador, donde también ejercía gran influencia la Iglesia. Para empezar, no hizo nada para evitar que circulen artículos ofensivos contra la colonia nipona en la prensa de entonces, así como tampoco atendió los reclamos de los japoneses cuando se dirigieron a él para denunciar los desmanes a sus negocios, colegios y casas particulares. Sabemos que la opinión del Canciller era que la presencia de los nipones en la vida económica del país desplazaba al elemento nacional. Fue muy cómodo para funcionarios como él protegerse bajo el paraguas de la alianza del Perú con Estados Unidos para desplegar su rechazo contra todo aquello que afectaba la unidad o los valores nacionales.
¿Históricamente, cómo describirías la actuación de la sociedad peruana frente a los inmigrantes? Casos de xenofobia reciente contra los venezolanos parecen repetir los mismos argumentos contra los chinos o japoneses del pasado: vienen a quitar el trabajo a los peruanos. Esto se encuentra matizado, por supuesto, con el apoyo que recibió la candidatura de Alberto Fujimori, un hijo de inmigrantes japoneses, y que lo llevó a la presidencia de la República.
El primer estigma que cayó contra los inmigrantes en nuestra historia republicana ocurrió contra los chinos, desde que llegaron en 1849. Por su cultura, escaso nivel de educación y el tipo de labor que ejercieron (peones agrícolas y extractores de guano) se les rechazó, si bien, por otro lado, se aprovecharon de ellos por la condición servil de su trabajo y porque algunos destacaron como empleados domésticos (cocineros). La otra ola de rechazo fue en los años 30 hasta el contexto de la Segunda Guerra Mundial, donde hubo maltrato y persecución hacia los japoneses, algunos alemanes y, un caso poco estudiado, ante los judíos (Solf y Muro, por ejemplo, fue el encargado, el nombre del gobierno de Prado, de negar la llegada de dos mil niños judíos huérfanos por la guerra europea). En 1990 sí hubo un pequeño rebrote xenófobo contra la respetada colonia japonesa. En ese momento, la candidatura de Fujimori generaba cierto miedo o rechazo, pero cuando subió al poder y aplicó gran parte del programa económico que había defendido Mario Vargas Llosa y demostró su vocación por imponer orden y autoridad, los recelos de muchos se esfumaron. Lo que vivimos hoy con la masiva inmigración venezolana tiene otras complejidades, pues el rechazo no solo debe interpretarse en relación a la competencia laboral, sino también al percibirlos como una amenaza a la seguridad ciudadana, algo que no ocurrió en su momento las colonias china o japonesa.