En las redes planetarias se viene celebrando el 250 aniversario del nacimiento de Hegel, el famoso y enigmático filósofo alemán, quien viniera al mundo en la ciudad de Stuttgart el 27 de agosto de 1770. Hay una profusión de eventos conmemorativos, ahora todos virtuales por razones obvias, en los que se recuerda su obra y su legado. También en el Perú teníamos prevista la realización de un gran congreso internacional en el mes de octubre de este año, coorganizado por la PUCP y la Universidad San Antonio Abad del Cusco, pero la pandemia nos obligó a postergarlo al 2021. Por cierto, hay en esta tragedia mundial otra misteriosa sincronicidad, porque Hegel murió a consecuencia de una epidemia de cólera en la ciudad de Berlín, cuando tenía solo 61 años y se hallaba en la cúspide de su producción.
Quisiera sumarme a este coro de comentarios, explicando brevemente por qué o en qué medida la obra filosófica de Hegel mantiene su vigencia en nuestros días. Digamos que su mayor contribución fue la de sostener que el rol principal del pensamiento debía ser el de expresar y concebir el movimiento vital, histórico, social y racional de la cultura, y a este movimiento le dio el nombre de “espíritu”. La suya fue una filosofía del espíritu en dicho sentido del término. La elaboró pensando que su época, como también la nuestra (la Modernidad), parecía sucumbir a un proyecto racionalista, individualista y tecnológico que no tenía conciencia de sus orígenes ni de su relatividad histórica, y que no promovía una sociedad verdaderamente libre y solidaria. Así parece percibirlo también la filosofía contemporánea, que en las últimas décadas ha escenificado un retorno a la obra de Hegel en diferentes ámbitos de la reflexión.
Quisiera ejemplificar esta tesis refiriéndome a tres dominios del pensamiento y de la realidad en los que ella muestra su pertinencia: en la ética, en la definición del papel de la filosofía misma y en la comprensión de la historia.
El “espíritu” en la ética
Si en algún campo la influencia de la filosofía de Hegel es hoy notoria, es precisamente en la ética. Como buen filósofo moderno, Hegel celebra el nacimiento de una nueva época en la historia de la humanidad, la época de la “Modernidad”, y tiene expresiones muy elogiosas sobre el cambio cualitativo que se produce en la filosofía al colocarse en su centro a la idea de la libertad. No obstante, expresa también sus reservas sobre las limitaciones conceptuales y los peligros políticos que encierra el proyecto civilizatorio que se está así iniciando. En su filosofía, toma distancia del triunfalismo reinante en la época.
Hegel es, en ese sentido, a la vez un partidario y un crítico de la concepción moderna de la autonomía del individuo. Es partidario de ella porque concuerda con la necesidad de asumir racionalmente el desafío que representa el proceso de secularización y porque comparte el ideal igualitarista y libertario que se ha abierto paso en la Modernidad en todos los ámbitos de la realidad: en la política, en el derecho, en la moral, en la ciencia, en el arte. Pero es de la opinión que, entre los filósofos de su tiempo, ese ideal se ha formulado de modo unilateral, abstracto, perdiéndose la perspectiva histórica y exponiéndose por tanto al peligro de postular una posición dogmática. Por creer que la autonomía solo puede defenderse privando de valor a las tradiciones, y por ignorar que ella debe también concretizarse en instituciones sociales reales, ancladas en culturas diversas, la concepción moderna de la libertad puede llegar a convertirse en algo contrario de lo que predica: en una posición imperialista que se considera exclusivamente verdadera y que termina por desconocer precisamente la autonomía de las otras culturas.
En contraste con los modernos, los filósofos antiguos desarrollaron una concepción de la ética centrada en el sistema de valores de la comunidad y en el tramado institucional al que ese sistema da lugar, es decir, consideraron que la ética debía preocuparse por expresar el ideal de vida, el ethos, de dicha comunidad. Pero la solución no está, en su opinión, en reemplazar una por otra, sino en rescatar la importancia del ethos para la concepción misma de la libertad. En otras palabras: lo que pretende es conciliar, con conciencia histórica, la concepción aristotélica del bien común con la concepción kantiana de la autonomía y la imparcialidad.
Una de las consecuencias de este replanteamiento de la ética es que la libertad del individuo no es concebida ya en términos exclusivamente individuales, ni desligada de los contextos en los que los individuos se socializan. Hegel concibe la vida moral como un proceso progresivo de reconocimiento recíproco, intersubjetivo, que se va objetivando en relaciones y en instituciones de creciente complejidad. Una libertad será, en tal sentido, plena (“plenamente determinada”, dirá Hegel), cuando logre entablar relaciones satisfactorias de reconocimiento en el ámbito interpersonal, en el estado de derecho y en el sistema de valores de la comunidad. En fecha reciente, se ha recurrido precisamente a la concepción hegeliana del reconocimiento para tratar de explicar la creciente ola de reivindicaciones surgida en el contexto del multiculturalismo.
El “espíritu” en la concepción de la naturaleza de la filosofía
Su herencia, en este caso, no es tan fácil ni tan evidente como en el anterior, porque suele pensarse actualmente que la teoría hegeliana de la lógica, o de la dialéctica, son cosas que han perdido su vigencia.
Para definir en qué consiste o debería consistir la filosofía, el propio Hegel creyó indispensable escribir un libro al que puso por título Fenomenología del espíritu. No nos sorprenderá que aparezca allí la palabra “espíritu”, porque ya sabemos que en ella se expresa la idea central de su filosofía, pero seguramente sí la palabra “fenomenología”. “Fenómeno” es un término griego que significa literalmente: “lo que aparece”, y que, en su uso cotidiano, tanto en alemán como en castellano, encierra una ambivalencia, pues puede querer decir “aparecer” o “apariencia”. Hegel se toma en serio esta ambivalencia y la refiere al conjunto de conocimientos o a la mentalidad (al “saber”) que tenemos los individuos; nuestro saber es pues un “fenómeno”, en el doble sentido que él es solo aparente, pero que a través suyo se puede poner de manifiesto (puede “aparecer”) un saber verdadero. La “Fenomeno-logía” sería, así, la lógica –la explicación, la filosofía– del saber fenoménico, que es el saber que poseen los individuos comunes y corrientes.
La vida del espíritu debe hacerse presente en ambos sentidos: en la experiencia del sujeto que accede a la filosofía y en el trasfondo vital que anima al entramado del lenguaje conceptual. La ciencia de la lógica de Hegel es una mezcla curiosa entre especulación e historia, entre sistema de categorías y rememoración de la tradición filosófica. Podría decirse que Hegel ha pensado en escribir una metafísica, una lógica, en la que estuvieran presentes todos los grandes proyectos filosóficos del pasado, ordenados de acuerdo a un principio o un método capaz de articularlos sistemáticamente entre sí. Este método se llama la “dialéctica”. La dialéctica no fue inventada por Hegel, naturalmente; es, más bien, un viejo método filosófico, concebido por Platón y reformulado por Aristóteles, que tuvo una enorme influencia en la filosofía medieval, y que, precisamente por esa razón, cayó en el desprestigio del que fue víctima toda la filosofía de aquella época para los filósofos modernos. La dialéctica fue entonces considerada como el principal obstáculo para la instauración de una filosofía rigurosa que siguiera el modelo de la ciencia natural matemática. Pues bien, lo que Hegel se propone es recuperar la tradición antigua de la dialéctica y hacer valer su capacidad explicativa, su dinamismo vital subyacente, frente al desarrollo unilateral del racionalismo moderno.
El “espíritu” en la comprensión de la historia
Si, en el caso de la ética, la comprobación de la presencia del espíritu era fácil y, en el caso de la lógica, difícil, en este, en el caso de la historia, aunque parezca paradójico, dicha comprobación es fácil y difícil al mismo tiempo: es lo primero, porque la conciencia histórica es uno de los rasgos más representativos de la filosofía hegeliana, y de los más difundidos en la actualidad; pero es también lo segundo, porque Hegel cuenta con detractores muy combativos en la materia.
Comencemos por una conocida sentencia de Hegel, una entre muchas por las que se ha hecho famoso: “La filosofía es su época captada en pensamientos”. Aunque no es tan sencillo interpretar su sentido, de lo que no cabe duda es de que se está definiendo a la filosofía en relación con la propia época, es decir, que se la está vinculando de modo esencial con el contexto histórico en el que se desenvuelve. Esta es la principal novedad y originalidad de Hegel con respecto a la filosofía precedente, y es una novedad que no abandonará ya nunca más la filosofía como disciplina. La “conciencia histórica” significa pues, en primer lugar, que la filosofía debe “tomar conciencia” de la relatividad de su reflexión, en el sentido específico que ella expresa el modo en que una época determinada se piensa a sí misma.
Pero la conciencia histórica implica también, en segundo lugar, que se debe adoptar este mismo perspectivismo en relación con la entera historia de la filosofía y con la entera historia del mundo. Son cosas interdependientes y complementarias: la conciencia de la epocalidad del presente trae consigo la conciencia de su diferenciación con respecto a otras épocas y mentalidades a lo largo de la historia. Surge así otra dimensión de la reflexión que no dejará más a la filosofía: la convicción de que cada época y cada cultura expresan una forma de racionalidad, un paradigma, dependientes de su ubicación en el tiempo.
En tercer lugar, la conciencia histórica obliga a realizar una meditación sobre el rumbo que ha ido tomando la historia de las mentalidades o la historia del mundo. Esta meditación puede adoptar diferentes formas: puede conducir, como en el caso de Hegel, a pensar la historia como siguiendo un curso racional unitario (como “el progreso de la conciencia de la libertad”); puede considerar más bien que la historia muestra la imposición de la voluntad de poder de una cultura sobre las otras; o puede, en fin, imaginar la historia como una sucesión azarosa de civilizaciones y mentalidades. Siendo muy distintas entre sí estas interpretaciones, todas ellas coinciden en concebir a la historia como un proceso evolutivo de paradigmas, a través de los cuales la humanidad va expresando su pensamiento y su objetivación en la realidad.
Conclusión: ¿Por qué leer a Hegel hoy?
Leer a Hegel hoy vale la pena porque su filosofía valora la vida del espíritu en los campos de la ética, de la naturaleza de la filosofía y de la comprensión de la historia. Pero, por lo que hemos visto, su vigencia no depende de que sea leído. Su herencia se puede constatar de manera indudable en los debates contemporáneos: por su concepción del reconocimiento, por su valoración de la racionalidad de toda cultura, por su propuesta de un aprendizaje filosófico experiencial y dialéctico, por su diálogo con la tradición del pensamiento y por su concepción de la “conciencia histórica”.
Leerlo en nuestro tiempo es, en sentido literal, una lección de vida, porque el peligro del mecanicismo filosófico o intelectual parece ser una tentación permanente en la historia del pensamiento. Hace bien, por eso, redescubrir su insistente preocupación por mostrar el movimiento y la vitalidad de los conceptos, atender a la conciencia de la época que late en sus escritos. No es tampoco un problema que su obra tenga tantos detractores en la filosofía contemporánea, pues, como se ha dicho en más de una ocasión, se puede filosofar con Hegel, o contra Hegel, pero no sin Hegel.
*Miguel Giusti es filósofo y docente de Filosofía en la PUCP