Caía la noche del 8 de junio de 1708 y reflejado en el mar del Caribe debió haberse visto un gran resplandor. Un brillo intenso seguido de gritos y estruendos que sorprendieron incluso a los ingleses del Expedition, que en ese momento ya habían logrado emboscar al enorme galeón español y se preparaban para abordarlo. Lo habían perseguido por más de dos horas a fuego de cañón y bajo una persistente llovizna. En realidad, lo habían venido siguiendo desde diez días atrás cuando espías británicos lo vieron zarpar desde Portobelo —resguardado por una flota de mercantes— con su fabuloso cargamento de oro, plata y piedras preciosas. La nave debía llegar a Cartagena, donde iba a ser reparada, para luego emprender el trayecto hacia La Habana y de ahí, por el ancho mar, seguir hasta Cádiz. Sin embargo, su destino sería otro. En la península de Barú, cerca de la isla del Rosario y a pocas millas de su primera parada, cuatro navíos de línea ingleses —mucho más rápidos y mejor armados que los galeones españoles— le salieron al frente. Se produjo entonces una desigual pero intensa batalla. La flota española, con el apoyo de la fragata francesa Saint-Esprit, respondió a los cañonazos y resistió durante varias horas la embestida enemiga, pero la suerte parecía echada.
Los ingleses lograron romper el cerco que protegía al San José y se pusieron a 60 m de su objetivo. Dispararon contra el velamen y el timón tratando de inutilizar la nave para el abordaje, cuando sucedió lo impensado: una deflagración al interior del galeón hizo saltar los maderos por los aires. Todo sucedió deprisa. El fuego se propaló de inmediato y en solo minutos la enorme nave capitana de más de 1.000 toneladas, y construida para ser el buque insignia de la flota de galeones de tierra firme, comenzó a hundirse. De sus 600 pasajeros solo se salvaron 11. Murieron su capitán, el viejo hombre de mar José Fernández de Santillán, conde de Casa Alegre; además de burócratas reales, comerciantes, aventureros y marinos. Más allá de las vidas humanas y de los cargamentos de cochinilla y cacao, y de algunos animales exóticos que llevaba a bordo, como monos, papagayos e iguanas, el San José se fue a pique con un tesoro a todas luces fabuloso. Varios millones de monedas de oro y plata recaudados en Potosí, Lima y Quito, además de objetos, piedras preciosas y obras de arte religioso. Una carga suculenta que estaba destinada al pago de impuestos al rey Felipe V y a la Iglesia, y que significaba una importante inyección económica a las maltrechas arcas reales.
Desde entonces, este caudal ha servido para alimentar todo tipo de historias, especulaciones y leyendas que tres siglos después no han cesado de crecer.
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El último mensaje sobre el galeón hundido nos llegó el pasado 4 de diciembre vía Twitter. “Gran noticia. ¡Encontramos el galeón San José! Mañana daré los detalles en rueda de prensa desde Cartagena”, escribió entusiasmado el presidente colombiano Juan Manuel Santos en su cuenta de la red social. Y otra vez empezó a crecer la ola: ¿qué cantidad de oro y plata se encuentra sumergida en el mar del Caribe colombiano? ¿Este cuantioso patrimonio puede ser rescatado y usado comercialmente? De darse el caso, ¿a quién o a quiénes les pertenecería el tesoro? Santos ya adelantó opinión: “El pecio [nombre que reciben los restos de un barco hundido] del San José es patrimonio de todos los colombianos y protegerlo debe ser un propósito nacional”. Con esto ha tratado de frenar los reclamos españoles o de otras naciones que podrían surgir —el San José después de todo era un barco de guerra español y en su carga había patrimonio salido de los actuales Bolivia, Perú, Ecuador, Panamá e inclusive México—. Más aun porque la prensa internacional se ha apurado en poner ‘precio’ a lo existente:
la fortuna bordearía los cinco mil millones de dólares.
El tema del galeón San José es sensible para los colombianos. A inicios de la década de 1980 la compañía estadounidense Sea Search anunció que había descubierto el lugar donde se encontraba sumergida la nave y reclamó para sí los derechos del hallazgo. La respuesta del Gobierno de Colombia no se hizo esperar y el litigio llegó hasta la Corte Federal de Estados Unidos, que recién en el 2011 falló a favor del país sudamericano. Todo esto motivó que en Colombia se alentara y promulgara una norma —la Ley 1675 de Patrimonio Sumergido, aprobada el 2013— que le permite al Estado “proteger, visibilizar y recuperar” toda riqueza subacuática hallada en sus aguas territoriales y “ejercer soberanía y generar conocimiento científico” sobre la misma.
En otras palabras, se buscó blindar el San José de apetitos foráneos. Una legislación que, según los especialistas, contraviene la convención de la Unesco del 2001 sobre este tema y que, obviamente, Colombia no ha suscrito.
“La convención de la Unesco es el mejor instrumento para analizar estos casos y lo que dice básicamente es que el patrimonio subacuático es mundial y no de un Estado”, opina el peruano Carlos Ausejo Castillo, antropólogo y magíster en Arqueología Marítima y presidente del Centro Peruano de Arqueología Marítima y Subacuática. “La Unesco no trata de decir de quién es qué, sino qué no se debe hacer. Y lo primero que no se debe hacer es decir ‘vamos a recuperar el oro, la plata y las joyas, y las vamos a vender’.
Con lo que se da un manejo comercial del naufragio”, argumenta el especialista. Las dudas aumentan porque el Gobierno colombiano no ha querido revelar quiénes están detrás de las operaciones de búsqueda. Precisamente, un punto neurálgico de la ley colombiana establece que se podría pagar “hasta con el 50 % de las especies recuperadas que no constituyan patrimonio cultural de la Nación” al contratista encargado de realizar las labores de rescate.
La gran pregunta es si las monedas en serie —acuñadas a inicios del siglo XVIII y que estarían sumergidas en el San José— constituyen o no un patrimonio cultural.
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Las primeras imágenes difundidas por la agencia de noticias EFE no son muy vistosas. Muestran apenas algunos restos que serían cañones, vasijas y pequeños círculos brillantes atrapados en un fango espeso que podrían o no ser monedas de oro. Más allá de esto, la incógnita sobre la magnitud del tesoro hundido se mantiene.
La estadounidense Carla Rahn Phillips es autora del libro "Los tesoros de San José" y una de las personas que más conoce acerca de la nave y su funesto destino. Ella declaró recientemente a la agencia española y dejó en claro que “el tesoro es mucho menos valioso de lo que la leyenda propone”. Según sus investigaciones el San José transportaba aquel 8 de junio de 1708 entre “nueve y diez millones de pesos de a ocho reales, incluyendo plata y oro”. Es más, agrega que del total “solo medio millón de pesos pertenecería a la Corona española y el resto sería de fortunas individuales y compañías mercantiles”.
En estas semanas el diario español El Mundo ha publicado uno de los registros del San José, encontrado en el Archivo General de Indias: “Siete folios de apretada pluma escrita por los funcionarios españoles […] fechados y firmados el 20 de mayo de 1708”. Ahí se confirma que el famoso galeón transportaba los impuestos reales y los destinados a la “santa cruzada”; es decir, las contribuciones realizadas a la Iglesia católica, además de otros “aportes píos”, el “salario de los señores del Concejo” y los “bienes de difuntos”, que no eran otra cosa que las herencias llevadas a España de quienes no habían dejado descendencia en las colonias americanas. El medio español reproduce la cifra de “un millón quinientos y cincuenta y tres mil seiscientos nuevos pesos y reales y medio” destinados a Su Majestad. También especifica la existencia de “dos pozuelos de plata labrada con las piezas siguientes: una lámpara grande que pesa ciento cuarenta y ocho marcos, un pelícano grande, tres pequeños…”.
Lo consignado, sin embargo, está lejos del total de riquezas que llevaba la nave.
No existen registros de los bienes privados y si los hubiesen es probable que estos se hayan ido al fondo del mar o se hayan quemado durante la explosión. Peor aún si pensamos que muchos particulares en los viajes ultramarinos escondían el oro y las joyas entre sus ropas, en los baúles, para evitar robos o ataques de piratas. Teniendo en cuenta todo esto, el mismo diario El Mundo señala que el total de la carga del San José rondaría los 15.000 millones de euros actuales. Una cifra fabulosa que abona más a la mitología. Y mientras algunos se frotan las manos y esperan que salga a flote el dinero, Carla Rahn Phillips trata de cerrar cualquier tipo de especulación y dice en su libro que el mayor tesoro que esconde el San José es cultural: ahí yace la memoria de las casi 600 personas que se ahogaron a inicios del siglo XVIII, lo que convirtió el casco del enorme galeón en una tumba eterna.
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“Todo barco hundido es una cápsula del tiempo”, sentencia el historiador peruano especializado en temas marítimos Jorge Ortiz Sotelo. “Lo que está a bordo —explica— es la síntesis de una época y de una sociedad determinada. Un patrimonio que corresponde al lugar de origen de la embarcación y no al lugar del naufragio”. Por eso enfatiza que es equivocado centrar la discusión en el reparto del hipotético tesoro y en este caso prefiere ser cauto. “Habría que ver de quién es el circulante que existía en la nave. Si son impuestos al rey, corresponderían al Estado español; pero, si son de terceros, podrían existir herederos. Por otro lado, la nave tiene condición de buque de Estado y no pierde esa categoría así esté hundida en aguas de otro país”, dice.
¿Podría el Perú reclamar algo en este enredo? “Contestar esto es prematuro si no conocemos aún el plan de gestión que se piensa ejecutar en Colombia sobre el hallazgo”, señala Rocío Villar, especialista en gestión de patrimonio cultural litoral, marítimo y subacuático. Y agrega: “Es pertinente que nuestras autoridades del Ministerio de Relaciones Exteriores inicien una conversación diplomática a fin de hacer conocer a los Estados colombiano, español y otros que el Perú tiene como objetivo proteger su patrimonio cultural”. Según Villar nuestro país debería tomar acciones para evitar la participación de cazatesoros y la comercialización de estos objetos.
“No creo que se pueda reclamar el tesoro por el tesoro”, responde a su vez Ortiz Sotelo. “Lo que sí podría haber en el San José son elementos originarios del Perú, que reflejan nuestra cultura y sobre los cuales sí tendríamos derecho”. Al respecto, pide aprender la lección de lo sucedido con la nave española Nuestra Señora de las Mercedes. Se refiere a la fragata que zarpó del Callao a inicios del siglo XIX y que fue hundida por los ingleses cerca de las costas de Portugal en 1804. Iba cargada con más de quinientas mil monedas de oro y plata acuñadas en Lima, además de lana de vicuña y quinina. Evidentemente se trataba de un patrimonio peruano. Los cazatesoros de Odyssey la encontraron en el 2007 y con robots subacuáticos cargaron con el ‘botín’ hasta Florida, Estados Unidos. Entonces se armó el escándalo. España reclamó como suyo el patrimonio descubierto y el Perú presentó un reclamo debido a que la carga había salido de nuestro territorio. El caso llegó a los tribunales de Estados Unidos y al final le dieron la razón al Estado español. Las 17 toneladas de oro y plata fueron devueltas por Odyssey y ahora se exhiben en el Museo Nacional de Arqueología Subacuática de Cartagena, en Murcia, España.
¿Se repetirá la historia con el San José? “Más allá del tesoro, lo que tenemos aquí es una ventana al pasado. Este barco hoy no representa necesariamente la cultura colombiana, española, peruana, ecuatoriana ni panameña, sino que se trata de un patrimonio cultural común. El diálogo debería empezar por ahí”, dice Ortiz Sotelo.
El 11 de diciembre pasado el diario El País de España editorializó sobre este tema con un titular elocuente: “Renunciar al San José”. Ahí se pregunta: “¿Cuál es el Estado de origen del San José? Desde luego no el Estado nación español tal como hoy lo entendemos, sino una estructura política desaparecida, la monarquía católica, de la que formaban parte tanto los reinos americanos como los europeos. Tan súbditos del rey católico eran los habitantes de Cartagena de Indias como Cádiz, y no resulta fácil argumentar por qué los descendientes de estos tienen más derechos que los de aquellos sobre un galeón construido con los impuestos de los antepasados de unos y otros”.
El texto concluye que, al margen de su mayor o menor valor económico, el San José es un bien patrimonial, “una parte fundamental de la historia y la memoria de las sociedades”.
De la misma opinión es Michel Laguerre Kleimann, oficial de la Marina, historiador y jefe del Departamento de Patrimonio Cultural de la Dirección de Intereses Marítimos del Perú. “El contexto administrativo-político en el cual se hundió el San José ya no existe”, dice. “Por eso creo que los Estados involucrados deben llegar a un acuerdo para el estudio, restauración, conservación y puesta en valor de los objetos de este pecio.
En otras palabras, el tema se debe tratar de forma más académica y cultural que estrictamente jurídica y soberana”.
Mientras se dilucida qué hacer con este patrimonio, algunos han sugerido no olvidar a Florentino Ariza, el enamoradizo personaje de Gabriel García Márquez que estaba empeñado en rescatar para su amada Fermina Daza “el tesoro del galeón sumergido”. En "El amor en los tiempos del cólera" se narra que el San José estaba recostado en un fondo de corales, y que escondía “trescientos baúles con plata del Perú y Veracruz, y ciento diez baúles de perlas reunidas y contadas en la isla de Contadora”, además de “ciento dieciséis baúles de esmeraldas de Muzo y Somondoco y treinta millones de monedas de oro”. Un tesoro resguardado en el fondo marino por un pulpo de más de tres siglos de viejo y por el cuerpo inmóvil del capitán flotando en su alcázar. La verdad no está lejos de la ficción: estamos frente a un tesoro real y maravilloso atrapado en un casco sumergido que —dicen— podría romperse como una gigantesca cáscara de huevo a la menor intervención.