El bebé de Rosemary se estrenó en  Estados Unidos el 12 de 
junio de 1968, y causó polémica entre los sectores más conservadores.
El bebé de Rosemary se estrenó en Estados Unidos el 12 de junio de 1968, y causó polémica entre los sectores más conservadores.
Gabriel Meseth

“Nadie te lo hace como Roman Polanski”. El provocativo eslogan con el que se publicitaban sus películas en los setenta tenía como principal argumento un fenómeno de alucinación colectiva, ocurrido tras el estreno de El bebé de Rosemary (1968). El director jugó con un truco de montaje para probar que uno ve menos de lo que cree. En la última escena superpuso de manera subliminal, por una fracción de segundo, los ojos del belcebú que acosa en sueños a la protagonista. Se trataba de una ilusión óptica, aunque gran parte del público podía jurar por lo más sagrado que había visto al engendro en su cuna, con patas de carnero y todo. Tal era el poder de sugestión de esta cinta macabra que condujo a su director tanto a la gloria como al averno.

Fue Robert Evans, cabeza de la Paramount, quien mandó llamar a “ese polaquito” de 1,65 metros y expresión ratonil para entregarle las llaves de Hollywood. Polanski se había hecho un nombre a partir de una infancia terrible en el gueto de Cracovia —perdió a su madre en Auschwitz— y por firmar dos thrillers que lo convirtieron en abanderado de la nueva ola báltica.

Venía de rodar una película de vampiros —de la cual surgió el romance con la bellísima Sharon Tate—, que fracasó y que lo hacía sentirse como “el padre de un niño deforme”. Dispuesto a salvarlo, Evans le lanzó una carnada: la adaptación de una novela de Ira Levin, con un título que sonaba a telenovela.

Una joven pareja que se muda a un apartamento en Nueva York y decide tener un hijo,
Una joven pareja que se muda a un apartamento en Nueva York y decide tener un hijo,

                                 — La semilla del diablo —
Le bastó una noche para leer el libro. En menos de tres semanas tenía el guion de esta historia sobre una maculada concepción, donde una comunidad satanista se sirve de una nueva vecina para conspirar la llegada del Anticristo.

Un detalle perturbaba a Polanski. Había pasado seis años huyendo del Holocausto, al cual sobrevivió disfrazándose de católico, atendiendo misa y recitando las plegarias de memoria. Un trauma que desencadenó su ateísmo acérrimo. “No creo en Satanás como la encarnación del mal, como tampoco en un Dios personal”, escribió en sus memorias. “Esta idea entraba en conflicto con mi visión racional del mundo”.

Fue así como llegó al resquicio en el que radica la genialidad de la película. Narrada desde la perspectiva de la muchacha, asoma la duda de que sus experiencias sobrenaturales fuesen fragmentos de su imaginación, o una casualidad siniestra envuelta por un aura de pesadilla.

                                 — La madre del cordero —
Apenas conocida por aparecer en el culebrón Peyton Place y por ser la esposa —treinta años menor— de Frank Sinatra, la recién descubierta Mia Farrow fue la más comprometida con el rodaje de El bebé de Rosemary, al extremo que sería causal de su divorcio.

Farrow dejó que el estilista Vidal Sassoon le corte los bucles dorados y comió hígado crudo a pesar de su veganismo. Hasta arriesgó su vida al lanzarse a correr entre el tráfico de Manhattan. “Nadie atropella a una chica embarazada”, le prometió un Polanski convertido en ogro durante el rodaje.

El equipo lo bautizó como el pequeño bastardo mientras filmaban en el Dakota, legendario edificio de Central Park que tuvo entre sus inquilinos a Leonard Bernstein, Carson McCullers y John Lennon al momento de su muerte. No sería la única coincidencia fatal entre la película y el cuarteto de Liverpool.

La tiranía de Polanski rindió frutos. La revista Time describió el estreno de El bebé de Rosemary como una conmoción. La Legión Nacional de Decencia la clasificaría con una C (de “condenada”), lo que alimentó las colas a la entrada de los cines, con un público ansioso por ver nacer al hijo del maligno.

                                      — Helter Skelter —
Cual pacto con Mefistófeles, Polanski se había convertido en el niño dorado de la industria mientras vivía su único momento de felicidad plena con su esposa, Sharon Tate. Estaba en Londres trabajando en el guion de un nuevo proyecto, Day of the Dolphin, cuando su amigo Andrew Braunsberg contestó una llamada. “Supe que algo terrible había ocurrido y le pasé el teléfono a Roman —declaró—. Nunca había visto algo así: una persona desintegrarse frente a mis ojos”.

Desde entonces todo Estados Unidos echaría llave a sus puertas. La secta de Charles Manson había asaltado una reunión en las colinas de Los Ángeles y apuñalado a los invitados, mientras sonaba a todo volumen el White Album de Los Beatles. Entre las víctimas se hallaba Tate, con ocho meses de gestación. “Mi vida pasó de ser un océano de esperanza a un eterno pesimismo”, escribió.

La prensa no perdona el éxito. Los tabloides conjeturaron su culto a la brujería pagana, moneda de cambio para el éxito de El bebé de Rosemary. Su director sabía demasiado del mal, tenía que ser parte de la secta. “Los hechos saldrán a la luz en los próximos días, y avergonzarán a quienes escribieron cosas horribles sobre mí y mi esposa”, fue su primera declaración tras el crimen.

Rosemary tiene una satánica pesadilla nocturna, luego queda embarazada y empieza a sospechar que una terrible amenaza se cierne sobre ella y su bebé.
Rosemary tiene una satánica pesadilla nocturna, luego queda embarazada y empieza a sospechar que una terrible amenaza se cierne sobre ella y su bebé.

Nada sería igual para Hollywood ni para Polanski, convertido años después en eterno prófugo de la justicia por la violación de una menor. “Su pasión era infecciosa, cada día de rodaje era tan vibrante; el futuro era suyo y de repente todo colapsó”, lo ha defendido Mia Farrow. (Posición que dista mucho de aquella respecto a Woody Allen).

Desde su refugio, Polanski sigue indagando lo oculto: ha adaptado El club Dumas y ha intentado filmar, de manera infructuosa, el clásico de Bulgákov, El maestro y Margarita. Si de todos modos arderá en el fuego eterno, qué más da jugar con el demonio.

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