Antonio Marichalar en la Revista de Occidente, y Valery Larbaud en La Nouvelle Revue Française, se han ocupado últimamente, con admiración y entusiasmo, de las obras principales de este novelista irlandés. Son ambas revistas, publicaciones hechas con elevado criterio artístico y que buscan —la mirada avizora— obras vibrantes y sinceras que representen un latido del corazón del siglo XIX. Dirige la primera, la inteligencia vigorosa y múltiple de José Ortega y Gasset. Anima a la otra, todavía, el luminoso espíritu de Jacques Rivière.
El artículo citado de Valery Larbaud es una controversia con Ernest Boyd a propósito de Ulysses, obra que con The portrait of an artist as a young man y Dubliners, forman la muestra más brillante de la personalidad literaria de James Joyce. Pero la obra de Larbaud es mucho más vasta a este respecto. Conferencias y artículos le han servido para decir su elogio: y ha logrado despertar un interés entusiasta y marcado por la obra de Joyce, cuya existencia ha revelado a todo un público.
Y si en Europa permanecía tan poco conocida su figura, ¿qué de extraño tiene que para nosotros estuviera completamente oculta? Vivimos desconectados de las nobles palpitaciones modernas. En nuestras librerías tienen, aún, su sitio, obras que por carecer de un valor verdadero han sido condenadas al olvido. Solo algunos espíritus aislados rompen la monotonía literaria del ambiente y se afanan por encontrar un mundo nuevo. Así a un pequeño círculo le ha sido dado conocer la belleza imponderable la poesía de Milosz, poesía profunda, mística y emotiva. De poetas como André Salmon, Pierre Drieu La Rochelle, Jean Cocteau, Blaise Cendrars y Tristán Tzara —altos representantes del modernismo en Francia—, la generalidad no tiene así la más vaga referencia. Sólo últimamente se han introducido entre nosotros una farsa de Crommelynck, dos obras de Pitigrilli y las maravillosas mentiras de Ossendowsky.
Pero desde que Joyce ha sido presentado al público, todos los críticos se han aprestado a saludarlo. Unos, como Ernest Boyd y Herbert S. Gorman, haciendo ciertos reparos. Otros, como Arnold Bennett, T. S. Eliot y Miss Margaret Anderson, diciendo su aprobación admirativa y completa. En 1924 se tradujo al francés: Dedalus, portrait of, y el éxito fue enorme. Marichalar cita un significativo párrafo de Giraudoux:
“–¡La Muerte! No tiene interés. Lo que en estos momentos intriga a París, no es la Muerte, ciertamente; es el Monólogo interior. ¿No ha oído hablar de Joyce?”.
Todos, en fin, están de acuerdo en considerarlo un novelista original y admirable.
Pero, ante todo, ¿se puede ser original? En el sentido dado generalmente a esta palabra, no. Se cree que una obra original no debe tener contacto de ninguna clase con obras precedentes; y al encontrarse alguna afinidad, por muy lejana que ella sea, la obra se derrumba estrepitosamente. No se dan cuenta quienes así opinan, que a los que ellos mismos reconocen como genios –Shakespeare, por ejemplo– no debían, para ser consecuentes, darles tal calificativo. Pero es que se confunde el término de relación. Original es el que, ante los estímulos de la realidad exterior o interior, reacciona de una manera nueva, imprevista, personal. En cambio, la realidad es la misma, o casi la misma para todos. Para decir que Joyce es un escritor original, debemos, pues, tener en cuenta, no los estímulos sino las reacciones. Y será nuestra respuesta afirmativa.
Y no es original en el primer sentido, porque su obra es de un verismo acabado. Todo lo que palpamos diariamente, aún en sus en sus más íntimos detalles, que, para otros ojos, menos escrutadores que los suyos, pasaría inadvertido, cobra en las páginas de Joyce una vida y una belleza insospechadas. Así, la vida de Dedalus en un colegio de jesuitas, es un modelo de precisa descripción. En ocasiones, son sus escritos algo libres; pero su verismo es siempre artístico, que es lo único importante. Sin embargo, un puritanismo exagerado o hipócrita ha condenado a la hoguera algunas ediciones de sus libros.
En el párrafo de Giraudoux antes citado, se hace referencia al monólogo interior. Es esta la contribución aportada por James Joyce a la Literatura, que ha causado más profunda sensación. Se le ha imitado, se le ha discutido, se han buscado sus orígenes. El mismo autor dice hallarse antecedentes de esa nueva forma en una obra francesa del siglo XIX. Y Valery Larbaud la ha publicado. Es de Édouard Dujardin; pasó casi desapercibida en su tiempo; y se titula: Les lauriers sont coupés. El monólogo interior, que serviría enormemente a Freud, es, en buena cuenta, una autoinvestigación psicoanalítica, pero hecha con fines literarios. El sujeto se pone en situación tal, que falla el censor que reprime sentimientos o ideas de su subconsciencia; y estos surgen, entonces, nítidos y brillantes. Y el artista los copia sin deformarlos, sinceramente, para dar a conocer su estado de alma. He aquí una muestra que Marichalar también cita:
“…el cuarto qué hora no de este mundo me figuro que se levantan en este momento en China peinan sus coletas para todoel día bueno pronto oiremosa las hermanas tocar elángelus notienenadie que vengaperturbar susueño si no esun curaodós para su oficio nocturno el despertar dela gente deaquíalado con su cacareo que hace estallar la cabeza vamosaver si pudiera volvermea dormir 1 2 3 4 5 quésesa specie de flor que han inventado como las estrellas el papel de tapicería de la calle Lombard era más bonito el delantal que meha dado erauna cosasi solo que me lo he puesto dos veces nadamás lo que debía hacer es bajar esta lámpara intentar otra vez para poder levantarme temprano iré a casa de los Lambes allí cerca de Findlaters y haré quenos envíen algunas flores para colocar en la casa si lo trae mañana quiero decirhoy no no el viernes esun mal día quiero arreglar la casase llena de polvo mientras duermo y podremos tocar y fumar puedo acompañarley primero hace falta que limpie las teclas con leche qué llevaré llevaré una rosa blanca…” Etcétera.
El factor inconsciente que constituye la inspiración en toda producción artística, contribuye a dar realce a las obras literarias. Las imágenes que de él brotan son originales y brillantes los pensamientos, más profundos; y las ideas, más amplias. Pero estas fallas del censor tienen lugar más fácilmente en el sueño. De aquí que siguiendo igual camino se ha llegado a la nueva tendencia literaria, el “suprarrealismo”, a cuyo frente están en Francia: André Bretón, Philippe Soupault y Saint-Pol-Roux, “le Magnifique”. Las siguientes palabras de Bretón son una verdadera definición de esta escuela: “Creo en la resolución futura de esos dos estados en apariencia tan contradictorios, como el sueño y la realidad, en una especie de realidad absoluta, de suprarrealidad”.
La originalidad de Joyce llega a veces a la excentricidad, aunque sin abandonar jamás el Arte. Se complace, a menudo, en atrevidas construcciones, o en jugar —malabarista consumado— con todas las palabras. Pero aún careciendo esto de valor en sí, sirve para sugerir un estado espiritual, para subrayar un pensamiento y para ayudar a los lectores en la comprensión intelectual del modelo.
Y aquí surge un punto interesante: el humorismo. Es esta la época de su triunfo. Su extensión en la Literatura así lo atestigua; y los que tienen el poder de utilizarlo son, tal vez, los que más cerca se hallan de las rutas que sigue el pensamiento actual. Sería sugestivo analizar a qué se debe esta victoria inesperada. ¿Tiene el moderno humorismo una mueca irónica al contemplar los ídolos pasados que nos hemos encargado de romper? ¿Es un humorismo trágicamente escéptico? ¿O bien, es la revelación optimista y jovial de una sana alegría de vivir? ¿Ríen porque comprenden que no debe tomarse la vida tan en serio? ¿O es justamente porque no han comprendido lo contrario? La respuesta se ignora; pero el humorismo es un hecho. El caso de Pirandello en su mejor demostración.
Pero Joyce no se contenta con presentar, humorísticamente, las palabras en una danza extraña. Hace también bailar a las ideas; y jugando con ellas, traza maravillosos arabescos superficiales solo en apariencia. Su héroe Stephen Dedalus, abandonando el cricket, que repetía sus “pic-pac-poc-pac, como las gotas de agua de una fuente cayendo suavemente en la taza desbordante” escribe en uno de sus libros de colegio, siguiendo un orden ascendente:
Stephen Dedalus
Clase elemental
Colegio de Conglowes Wood
Sallins
Condado de Kildare
Irlanda
Europa
Mundo
Universo
Pero allí se detiene. Busca algo más lejos todavía; y solo encuentra a Dios. Piensa en él, y a su cerebro infantil le parece ser más maravilloso aún, porque comprende a los ingleses que le dicen “God”, y a los franceses que lo llaman “Dieu”.
Más tarde, estando ya Dedalus en la Universidad, su espíritu se amplía; y el estudio sicológico que de él hace Joyce continúa admirable. Se ha creído encontrar un perfecto autorretrato. El alma de Dedalus pasa por esa bella sinfonía cromática –rosa, blanco, gris azul–. Tiene una tarde la revelación de que es artista; canta en sus venas una vida nueva; y encauza, desde entonces, en ese sentido su personalidad. Juega con las doctrinas estéticas más profundas; y va entregando a sus amigos frases como éstas:
“–El pasado es devorado por el presente, y el presente no vive sino porque da nacimiento al porvenir.
–La piedad es el sentimiento que detiene el espíritu ante lo que hay de grave y de constante en los sufrimientos humanos y que lo une con el sujeto sufriente. El terror es el sentimiento que detiene el espíritu ante lo que hay de grave y de constante en los sufrimientos humanos y que lo une con la causa secreta.
–La belleza expresada por un artista no puede comunicarnos una emoción de orden cinético, ni una sensación puramente física. Despierta en nosotros, o debería despertar, introduce en nosotros, o debería introducir, un estado estético, una piedad o un terror ideales, un estado provocado, prolongado y en fin disuelto, por el ritmo de la belleza”.
Pero el ambiente le es hostil. Al menos su indiferencia lo exaspera. Su espíritu, animado por el Arte, no es ya irlandés sino humano. Quiere volar; pero sus alas chocan con los barrotes de una jaula. Y llevando en el corazón algo de desengaño y mucho de esperanza, parte “para buscar la realidad de la experiencia y moldear en la fragua de su alma la conciencia increada de su raza”.
Y así, risueñamente, suavemente, sin advertir su intento, toca los más arduos problemas, y no respeta ni los más elevados conceptos. Pero nunca los presenta de una manera clara y con tendencia a dogmatizar. Discretamente los sitúa en un segundo plano. James Joyce comprende que una obra literaria no es cuestión de espectáculo sino de espectador. Y no hace sino ofrecer los extremos luminosos de una serie de ovillos, para que puedan los lectores desenredarlos a su gusto.
Lima, agosto de 1925
A.M.Q.S.
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