En los últimos años, el concepto de perdón ha adquirido una relevancia especial en el marco de los procesos de justicia transicional, es decir, en el tratamiento jurídico de las negociaciones y los acuerdos de paz luego de un conflicto violento. En más de un caso, como en Sudáfrica o en Colombia, se acordó otorgar alguna forma de perdón o condonación de penas a los autores de los crímenes, a cambio de su confesión o de información relevante para el esclarecimiento de los hechos. Aun cuando el ámbito de aplicación de estas medidas es restringido y sujeto a estándares del derecho internacional, su empleo ha generado muchas controversias, pues no termina de quedar claro en qué sentido el perdón puede ser materia de decisiones o acuerdos colectivos. Algo similar ha ocurrido también, como sabemos, con otros procesos emparentados, como las amnistías o los indultos.
En nuestro país hemos vivido con especial agudeza estos problemas debido a las disputas que suscitó la concesión del indulto al expresidente Fujimori y debido también a las invocaciones políticas, meramente estratégicas, a una reconciliación nacional. Tras ello se oculta una vieja herida vinculada a las dificultades de procesar debidamente las responsabilidades y las reparaciones del conflicto armado que asoló al país, así como al continuo resurgimiento de formas variadas de negacionismo. La reconciliación, que formaba parte del título mismo de la CVR, está muy lejos de haber sido comprendida en su verdadero sentido, pues no termina de entenderse que ella no es posible sin verdad ni justicia.
—Una experiencia honda y compleja—
El perdón es una experiencia humana honda y compleja que exhibe diferentes rostros conceptuales o metafóricos, no solo el jurídico ya mencionado, sino también el filosófico, el psicológico, el histórico, el teológico y otros más, pero por sobre todos ellos el rostro existencial. Existe una vasta tradición en las disciplinas mencionadas que nos ha dejado lecciones valiosas sobre el significado y las múltiples dimensiones de la experiencia del perdón. Y actualmente existe, además, una conciencia moral más desarrollada que nos obliga a considerar el sentido ya no figurado sino literal de la metáfora, es decir, que nos obliga a prestar atención a los rostros de las víctimas que padecieron injusticias y a sus testimonios.
Para reflexionar sobre estos diferentes ‘rostros del perdón’, la Universidad Católica organizó en fecha reciente un coloquio internacional en el que participaron especialistas de diferentes disciplinas. Lo que más les llamó la atención a todos fue precisamente la multidimensionalidad del tema, así como su naturaleza enigmática, y la importancia de complementar las perspectivas de enfoque para enriquecer su comprensión.
Un momento central del debate fue el diálogo sostenido entre Francisco de Roux, el presidente de la Comisión de la Verdad de Colombia y Salomón Lerner Febres, expresidente de nuestra CVR, sobre “Verdad y Reconciliación”. Se dirigió allí la atención a lo que De Roux llamó la “crisis espiritual” de una nación; es decir, al profundo deterioro de la actitud ética de la sociedad que hizo posible una prolongada espiral de muerte y crueldad sobre la base de pretextos ideológicos, perdiendo paulatinamente conciencia de la responsabilidad que unos y otros tenían por la violencia desatada.
Quedó claro, como se ha insinuado, que el perdón es una experiencia enigmática. Para empezar, el verbo perdonar encierra dos significados contrapuestos: es muy diferente otorgar el perdón que pedirlo. Los separa un abismo ético. Solo puede otorgar perdón una víctima, libremente, mientras que el victimario está siempre obligado a pedir perdón. Por lo mismo, puede exigirse de este último que lo pida, pero nunca puede obligarse a una víctima que lo otorgue. Pero, además, la petición de perdón no puede ser jamás un trámite burocrático, ni el resultado de una negociación que conduzca a la obtención de un beneficio. Eso enturbia o distorsiona los acuerdos jurídicos que pretenden reglamentar un perdón colectivo.
—Reconocer las responsabilidades—
Otro rasgo singular del perdón es su carácter asimétrico. Algo se ha dicho ya. A ello se suma que solo la víctima tiene la posibilidad de otorgar el perdón, no sus ‘representantes’, sean estos sus familiares o sus conciudadanos. Eso hace, por cierto, más duradera la experiencia del rencor, como lo sabemos por la historia, pero no hay manera de reemplazar a los únicos protagonistas del otorgamiento del perdón. Es muy diferente el caso de los victimarios. De ellos, e incluso de sus descendientes, puede siempre solicitarse la petición del perdón.
El perdón no puede nunca sustituir a la justicia. La complementa, en el mejor de los casos, pero no la reemplaza. Los crímenes deben ser siempre judicializados, y si a ello se sumara la petición de perdón, esta debería resultar de un arrepentimiento genuino. Hay varios responsables de graves delitos en nuestra historia que no han cumplido ni lo uno ni lo otro.
Es posible, ciertamente, que se den casos de sociedades, como algunas que hemos mencionado, en las que por razones de conveniencia social, en aras de una solución pacífica o duradera de sus conflictos internos, se negocie la dureza de las penas. Pero entonces debería quedar claro que se ha tratado de una negociación, de la que sería preciso excluir, en sentido estricto, la cuestión del perdón. Aunque parezca paradójico, solo se perdona lo que es imperdonable. Por eso, no se puede exigir a nadie que lo otorgue ni se puede conceder en nombre de las víctimas.
Actualmente, vivimos en el Perú una crispación generalizada en la que han aflorado muchas formas de rencor de vieja y de nueva data. Ello se debe principalmente a que no se ha hecho justicia a las víctimas y a que se han normalizado el abuso y la corrupción. Lo que nos hace falta, más que perdón, es el reconocimiento de las responsabilidades. Justicia, por cierto, pero también arrepentimiento. El reconocimiento de los deberes que tenemos como ciudadanos para sellar un pacto social más justo e inmune a la corrupción; el reconocimiento de los otros, especialmente de las víctimas seculares de la discriminación y la violencia; y el reconocimiento de que tenemos raíces históricas y culturales que estimulan nuestra autoestima y de las que podemos nutrirnos para tener esperanza.