Abraham Valdelomar (1888-1919) fue un hombre de letras, un humanista que creció en esa cultura y que, pese a interrumpir sus estudios universitarios en San Marcos, nunca dejó de demostrar a sus interlocutores una vasta cultura adquirida por un esfuerzo autodidacta que siempre lo enalteció. El malogrado escritor fue, además, un periodista literario de gran calidad prosística y aliento poético que, cuando había que reportear un hecho de la vida cotidiana o analizar una situación social o política del país o el mundo, lo hacía con auténtica eficacia.
Una de sus cualidades desde muy joven fue el dibujo. A los 20 años como buen caricaturista destacó en la revista Cinema (1908-1909) y luego como cuentista en la revista Variedades. Allí publicó sus primeras historias marcadas por una visión modernista con algunos toques románticos. En 1913, el presidente Guillermo Billinghurst lo nombró segundo secretario de la Legación peruana en Roma (Italia). Valdelomar maduró lo suficiente y empezó a consolidar una obra literaria y periodística.
El 13 de noviembre de 1913 publicó su cuento más popular -considerado el primer cuento moderno de la literatura peruana-, “El Caballero Carmelo”, en el diario La Nación de Argentina, con el seudónimo de “Paracas”, como parte de un concurso que ganó a fines de ese mes. Valdelomar paseaba por Roma a sus 25 años, pero recordaba con avidez en ese cuento su infancia en Pisco. La memoria y los sentimientos personales necesitaban tomar forma literaria, y para ello requirió de un ambiente estimulante. Lo halló en Roma y París, ciudades donde acumuló experiencias y nuevas lecturas. Caminar esos mundos lo motivó también a escribir crónicas periodísticas con una mirada aguda, sensible y crítica.
Una crónica de mercados romanos
El 23 de noviembre de 1913, diez días después de publicar “El Caballero Carmelo”, El Comercio publicó una crónica suya desde las calles romanas. En la “Ciudad Eterna”, a donde viajó en mayo de ese año, el escritor se inscribió en la Universidad de Roma para seguir sus estudios superiores abandonados en Lima. Ese perfil académico que retomó no disminuyó en nada su espíritu de hombre de pueblo, sencillo y afable. Con esa mirada abarcó un aspecto social y de la vida cotidiana en “Los tres mercados de Roma”, donde destacó un hallazgo concreto: si quieres conocer a un pueblo, “ved lo que come, lo que siente y lo que estudia”.
Con una impecable lógica, el escritor de “La ciudad de los tísicos” (1911) reporteó e hizo en una sola crónica tres paradas: en “La plaza de los comestibles” (ver lo que comen), en “El mercado de las flores” (ver lo que sienten) y en “El mercado de los libros” (ver lo que estudian). Comprobó que el pueblo romano iba masivamente al primero, concurría moderadamente al segundo y al tercero, al de los libros, iban menos de los que hubiera deseado. La historia de un pueblo concentrada en una crónica.
La narrativa periodística de Valdelomar se construía con rapidez discursiva, agilidad semántica, humor sostenido y empatía costumbrista, sin dejar de lado un sentido crítico moderno a la que nunca renunció. A estos elementos sumó su aliento poético, esteticista y decadentista. En el mercado libresco se detuvo y reveló mayor agudeza y sinceridad: “La mitad de los libros que se escriben, se publican por vanidad. Frágil vanidad y breve gloria”, dice en una línea que parece un ideario completo. El ser humano es como un libro, pues nacen, viven y mueren con la misma amorosa intensidad; pero también engañan y son banales, cursis o miserables, pensaba el escritor.
Era el Valdelomar de fines de 1913, el de la primera preguerra del siglo XX (1914-1918). Alguien esperanzando, crítico pero capaz de observar el esfuerzo humano en toda su potencia. Desde el Viejo Mundo escribía como un hombre contemporáneo, un visionario de una Europa en crisis prebelicista, en un torbellino social y político que dirigía la vida europea hacia el desencanto, la anomia y la muerte.
Un cuento del fin del mundo
Ya en Lima, debido a la caída en 1914 del gobierno de Guillermo Billinghurst, a quien consideraba un amigo, Valdelomar pensó cada vez más en la muerte. La misma muerte que le llegó a Billinghurst en junio de 1915 en Iquique (Chile), en pleno destierro. Europa vivía los últimos meses de 1915 en un creciente belicismo a raíz de la Primera Guerra Mundial. Desde el Perú, Valdelomar reflexionaba sobre el sentido del hombre en el mundo.
“Finis desolatrix veritae” (“Desolador final de la verdad”) es el cuento fantástico que Abraham Valdelomar escribió en esos meses y publicó en El Comercio, el 1 de enero de 1916. En aquel relato un hombre muere y vuelve a la vida en un mundo desolado. Encuentra a un esqueleto parlante que, escéptico, solo le ofrece desesperanza. El hombre se niega a admitir que Dios ha abandonado a los hombres. Reza, implora, suplica, pero el esqueleto no lo escucha, quiere irse, y cuando vuelve los ojos al hombre que anhelaba el amparo divino, le revela quién era… Era el mismo Cristo. “Los dos quedan solos en un mundo con un sol quieto, a punto de desaparecer en el horizonte”.
La búsqueda de la verdad ha terminado para el hombre. Un cruel castigo a su irresponsabilidad por dejar al mundo en peligro de extinción. La fábula en clave fantástica de Valdelomar reconstruye un escenario repleto de sensaciones existenciales y apocalípticas. Sin duda, era una forma de provocar al lector, de llamar su atención y a la vez ir contra de ese realismo ingenuo que aliviaba la conciencia aburguesada de cierto ambiente limeño. Desde entonces, el escritor asumiría la figura de un “dandy” que animaba en esa condición las charlas en el lujoso Palais Concert limeño.
El inició de 1916 fue muy productivo para un Valdelomar abierto al mundo social, con una prestigio bien ganado a sus 28 años. En enero de ese año aparecería la revista Colónida, cuyos tres primeros números los dirigió con talento e irreverencia; publicó el libro de cuentos “Los hijos del Sol” y concluyó el drama “La Mariscala”, junto con su joven amigo José Carlos Mariátegui.
Los dos últimos artículos
Cuando decidió incursionar en la política activa, en ese 1919 decisivo y mortal, el escritor ya era una voz cívica potente. Su imagen de intelectual “dandy” pasó a ser parte de su pasado juvenil. Al llegar a los 30 años demostró una mayor madurez frente la vida y empezaba a ser reconocido por el pueblo peruano del cual parecía alejado. Así entendió que el intelectual no podía estar aislado de la realidad política y social de su país.
El 30 de enero de 1919 publicó el artículo titulado “Denuncio un crimen horrendo”, su carta abierta de protesta por el ensañamiento criminal ocurrido en el “Euskalduna”, un barco que naufragó entre Antofagasta (Chile) y Sechura (Perú) durante 37 días, con muchos muertos, incluido el capitán y parte de la tripulación a manos de sus propios compañeros. Una tragedia que conmovió al poeta y cronista iqueño.
Y el último artículo de Valdelomar en El Comercio, a solo 12 días de su abrupta caída de un balcón en Huamanga, vio la luz el 19 de octubre de 1919, un hermoso y honesto texto sobre los paisajes del Perú, tras haber viajado durante dos años por el territorio nacional. Dejo algunas perlas para el goce del lector: “Lima se ofrecía ante mis ojos con la apariencia lamentable de una fruta sin jugo” o “la luz eléctrica es enemiga del crepúsculo, es una especie de despenadora de la tarde. Prender una luz cuando agoniza el día, es como molestar a un moribundo (…) Hay, pues, algo de criminal en profanar la suprema belleza del crepúsculo encendiendo un farol”.
Elemental poesía, prosa poética, narración descriptiva de quilates, un mago de las palabras. Todo eso fue Abraham Valdelomar, fallecido el 3 de noviembre de 1919. Hace 100 años.