En 1968, luego de varias ediciones, la versión definitiva de la Historia de la República del Perú, 1822-1933 quedó lista, con 17 volúmenes. Mucho se ha escrito sobre el legado intelectual de Jorge Basadre, pero acaso el más importante fue el de culminar una obra, un ambicioso plan que se trazó desde cuando joven: escribir nuestra historia republicana. En el país de las oportunidades perdidas, el de los proyectos inconclusos, su monumental obra representa, como él mismo lo confesó, la demostración de que era posible, a pesar de los infinitos desafíos que impone nuestra desgastante realidad, completar un trabajo serio.
Críticas y envidias, hasta acusaciones, tuvo que resistir el historiador tacneño por darle forma a la historia del Perú reciente (algo de eso podemos leer en Conversaciones con Basadre de Pablo Macera, 1974), que incluso lo privaron de dictar nada menos que en la Facultad de Historia de San Marcos. Todo ello, sin embargo, queda en el anecdotario frente al camino que nos despejó a todos los que nos interesamos por la trayectoria de nuestro país luego de la Independencia. Las periodificaciones, el afán de construir una “historia total” o las definiciones de algunos procesos (los “tres militarismos”, la “iniciación de la República”, la “República Aristocrática”) aún son válidos, así como ciertas frases ya clásicas que llevan a la reflexión, y por qué no a la ilusión, como la “promesa de la vida peruana”, la “terca apuesta por el sí” o “Perú, problema y posibilidad”.
Frente a la dramática coyuntura que hoy vivimos, no podemos soslayar que fue Basadre quien nos dejó la noción de la “prosperidad falaz”, cuando analizó el errático destino del Perú en el siglo XIX, a pesar de la bonanza guanera. Como cruel ironía, fue el excremento de las aves marinas lo que marcó gran parte de nuestros fracasos republicanos. La enorme cantidad de dinero que recibió el Estado peruano, unos 750 millones de dólares de la época, solo sirvió para instalar la corrupción, la ineficiencia y la indolencia frente al país real, así como la terrible flojera mental de las elites (a pesar de algunos rayos intelectuales del civilismo) por construir un proyecto de país.
El dinero se repartió entre unos pocos, en medio del festín de los bonos de la deuda interna, los contratos de los consignatarios del guano, las compensaciones a los propietarios de esclavos y las concesiones de algunas obras públicas, desde el ferrocarril Lima-Callao de Castilla hasta los “caminos de hierro” de Balta, Piérola, Dreyfus y Meiggs. Clientelismo puro y jarana fiscal. Una frívola plutocracia limeña (como la llamó Basadre), mareada de guano, se sentía moderna y civilizada. Mientras tanto, al interior del país, se daba rienda suelta al gamonalismo, cuando decenas de terratenientes, favorecidos porque al Estado ya no le interesaba proteger a las comunidades campesinas, debido a la abolición del tributo indígena, emprendieron su gran cruzada de privatizar el poder local, concentrando la propiedad y sometiendo a los indígenas, con la anuencia prefectos, subprefectos y curas.
Un Estado sin ciudadanos, incapaz de vincularse al país o de llegar a acuerdos mínimos fue el que tuvo que asumir la Guerra del Pacífico, con los resultados que ya conocemos, al que no lo salvó ni la épica de Grau, Bolognesi o Ugarte, como ahora no es suficiente el sacrificio de la mayoría de nuestros trabajadores de la salud por enmendar la incapacidad de los manejaron el Estado peruano en las últimas décadas.
Hace cuarenta años, cuando el país iba rumbo a recuperar la democracia, nos dejaba Basadre, el historiador más sólido que dio el Perú en el siglo XX. Era 1980, año en que culminaba una dictadura militar que, paradójicamente, quiso enmendar el curso republicano marcado por el dominio de las oligarquías. Aquel experimento aún divide opiniones, y lo que vino después también. No tuvimos la reflexión de Basadre sobre la guerra terrorista o el fracaso de la clase política ochentera, que terminó liquidando el modelo desarrollista, con protección del Estado, que dio luz a inicios de los sesenta. Otra “oportunidad perdida”, dirían algunos, utilizando el vocabulario basadriano.
Las reediciones posteriores de la Historia de la República (la última de 2005, actualizada por El Comercio) demuestran el enorme interés que despierta la obra de Basadre más allá del público académico. Y allí sigue, como piedra cincelada, la “prosperidad falaz”, que nos permite, otra vez, advertir las razones del fracaso entre el Estado y la sociedad tras el último “milagro” peruano, el del crecimiento de los últimos años, cuando, según algunos, estábamos por acariciar el primer mundo y exhibía, como logros, la disminución relativa de la pobreza y el incremento del consumo. A pesar de las advertencias, que las hubo, ahora todo sabe a fantasía macroeconómica, y que no todos lo problemas los resuelve el PBI o la tecnocracia del Excel. Y así llegamos al Bicentenario, ahora convertido en otra ironía, con el Perú a medio hacer, al que debemos echarnos al hombro, por esa “terca apuesta por el sí”.