Recién tuve la ocasión de ver la cinta Milada, de Netflix (2017) que trata de la vida de la activista feminista y luchadora por los derechos humanos checa Milada Horáková, encarcelada casi cinco años por la ocupación nazi durante la Segunda Guerra Mundial, debido a que formó parte de la resistencia al régimen, junto con su esposo, Bohuslav Horák.
Al concluir la Guerra, y legitimada por su lucha contra Hitler, Horáková es elegida al congreso checo por el Partido Social Nacionalista. Cuando se encontraba en el ejercicio de su cargo de diputada, se produce el Golpe de Praga, perpetrado por el Partido Comunista el 25 de febrero de 1948. Este golpe de Estado convirtió a Checoslovaquia en un país más del bloque socialista soviético, a pesar de que, en principio, se había adherido al plan Marshall, propiciado por Estados Unidos de América para la recuperación económica de los países de Europa.
Los juicios contra Horáková
Seguidamente, los miembros del Consejo de Ministros que no eran comunistas fueron expulsados de sus cargos y se inició una cruenta represión de cualquier oposición al PC para así alcanzar la estalinización y la dictadura de partido único en Checoslovaquia. Como medida de protesta, Milada Horáková renunció a su puesto en el parlamento, y, pudiendo huir al exterior ella misma, permaneció en su país para apoyar a otros perseguidos políticos que también requerían emigrar, actividad clandestina y llena de amor a la humanidad, similar a la que realizara durante los tiempos de la ocupación nazi.
Es en medio de todas estas circunstancias, que, según el guion de la cinta, Horáková pronuncia la frase “los comunistas son como los nuevos nazis”. Se destacan en aquella, las escenas de los dos procesos judiciales en contra de la activista: en el primero, el régimen de la ocupación nazi le conmuta la pena de muerte, en el segundo, el régimen comunista se niega a hacerlo a pesar de mediar cartas clementes de Albert Einstein, Winston Churchill y Eleanor Roosevelt. Sin contemplaciones, y tras crueles torturas con las que se intentó infructuosamente que reconociese haber traicionado a su país, Milada Horáková fue ahorcada en Praga, el 27 de junio de 1950, antes de cumplir 49 años.
Contra el totalitarismo
Mi reflexión al conmemorarse 70 años de estos tristes acontecimientos se dirige a quienes hasta hoy defienden el estalinismo; es decir, un totalitarismo implacable que se llevó consigo millones de seres humanos, cuyo crimen no fue otro que el disenso en nombre de la libertad. Sé de los logros que se le adjudican al socialismo real en diferentes áreas como la ciencia, la educación, la cultura y los deportes, pero hasta el régimen de Hitler podría argüir lo mismo, con la enorme diferencia, claro está, de iniciar una guerra que se llevó consigo 60 millones de vidas humanas. Tras ello, la violación de los derechos humanos, la coacción de los derechos civiles, de la libertad de pensamiento y de expresión, así como los aparatos represivos y los campos de concentración fueron básicamente similares.
Entiendo también el momento fundacional de las revoluciones socialistas, no solo por el tinte romántico que siempre trajeron consigo, sino por el corte, por el punto de quiebre, por el cambio de dirección en las manecillas del reloj histórico. Figuras como Marx, Lenin y Trotsky se me hacen admirables. No puedo seguir a los maniqueístas de hoy, que tratan como asesinos, sin más, a líderes que fueron capaces de cambiar el rumbo de la historia desde una lectura crítica del capitalismo industrial inicial, cuya virulenta explotación al obrero describe magistralmente Erick Hobsbawm en Los resultados humanos de la revolución industrial 1750-1850 (Industria e Imperio, 1977, Ariel, 1era ed. español).
La historia merece tratarse con respeto y eso implica complejizarla y no necesariamente hacerla simple para una supuesta “mejor comprensión”. Pero tras de Marx, de Lenin y de Trotsky, y de las propias violencias de los dos últimos que no obnubilan el parto de un nuevo periodo histórico (Marx dixit), se nos revelan Stalin y Mao, como dos inmensos elefantes en la sala gris de la historia del socialismo. La oscilación inerte del cuerpo de Milada, desde hace setenta años, en un frío patio de alguna lúgubre prisión de Praga, representa la rueda de balance de otro reloj, de uno que no deja de esperar una descarnada e incondicional autocrítica.