El feminismo tiene varias caras y es un error, de legos, asumirlo compacto y homogéneo. Por alimentarse de los estudios de género está en constante reflexión y debate; por materializarse en los movimientos sociales, no se exime de conflictos y tensiones. Al interior, hay mujeres más preocupadas por los cruzamientos con el sistema capitalista, otras por las políticas de equidad, otras por su intersección con las diversidades sexuales, los movimientos raciales, indígenas, etc. Reivindicarse feminista es asumir una identidad política determinada con, normalmente, tres ejercicios sobreentendidos: estudio, reflexión social y revisión de la historia personal, los tres en múltiple dependencia.
En el debate sobre si los hombres pueden ser feministas o aliados, muchas se oponen con firmeza. Un estudio conjunto de tres universidades brasileñas en 2017 señala que las posiciones radicales son de mujeres más jóvenes y que, a medida en que avanza la edad, se tiende a flexibilizar las posturas. Las primeras dirigen sus esfuerzos a construir una identidad en y con el movimiento, y las segundas valoran la identificación de hombres que, en sus experiencias, apoyan las luchas feministas. Apuestan, entonces, por negociar para avanzar en las demandas.
Si admitimos la existencia del patriarcado como una lógica donde lo masculino domina lo femenino, y mediatiza y organiza con la fuerza de la costumbre las relaciones sociales y la organización del mundo, entenderemos que todos hemos sido socializados bajo esa misma lógica. Y que los procesos de deconstrucción, así como ocurren en la experiencia de las mujeres, pueden ocurrir, obviamente, también para los hombres. Claro que serán procesos distintos porque es una realidad, verificable, que hombres y mujeres somos socializados de maneras diferentes. Todos sabemos cómo es ser una señorita y cómo debe ser un hombrecito. A partir de ese conocimiento, nuestras transacciones internas nos alejan o acercan, en diferente medida, de esos modelos, incomodando o agradando a la sociedad o a cierto tipo de entornos.
Porque ello es así es que urge seguir pensando sobre el lugar y el quehacer de los hombres en el feminismo. Es cierto que las mujeres somos las protagonistas del movimiento pero los hombres son también sus sujetos políticos. Mantener la supremacía masculina agota y lacera la subjetividad, como lo atestiguan innumerables sujetos que enuncian la confusión, el dolor o el cansancio de sentir que deben mantener ciertas conductas, o que tienen la personalidad “vigilada” ante la menor sospecha de no parecer lo suficientemente hombre (vale la pena ver la película de 2014 Fuerza Mayor, del sueco Ruben Östlund). Admitirlo involucra darles espacio (mental, subjetivo) para que abandonen esos “pactos” (masculinos, aunque muchas mujeres también los sostengan) de no dejarse vencer por nada ni nadie, menos por una (o varias) mujer(es).
Quizás algo de ello se manifieste en los procesos que el feminismo desata para un buen número de hombres. Algunos, en la batalla que insisten en dar demuestran que algo de su identidad se pone en juego. En sus argumentos se dan por aludidos y se apuran en decir que no todos son violadores ni malos padres, o malos empleadores… Entonces toman la expresión de unas cuantas chicas aquí y allá y reducen todo un movimiento, inmenso, complejo, de múltiples caras, a un pequeño tuit, un grito, una nada. Y contra esa nada se pelean. Luego, algunos, se declaran invencibles.
Mucho ruido por nada
Existen quienes, con sus proclamas progresistas, buscan posicionarse públicamente como aliados. Pronto acaban naufragando en el mar de los excesos. No es necesario que se declaren públicamente feministas para que lo sean, es la exageración lo que los delata. Evidentemente, estos hombres no son aliados, ni feministas ni profeministas pero como dan lata, es necesario pensar lo que nos dicen. Siendo profesionales o de educada capacidad intelectual, no son capaces de trascender a las minucias y ver la complejidad del movimiento. No se molestan seguir el debate académico, creen que sus posturas son “disidencias” y llaman, a sus experiencias, “hechos científicos”.
Un aliado o un hombre feminista ha hecho, antes de declarar tal, un largo proceso personal, doloroso, sin atajos, para entender que aquello que se le dice patriarcado es apenas una lógica, la fuerza de una costumbre transmitida por prácticas y discursos, claros y sutiles, de dominio y privilegio. Como el desprendimiento de los erizos adheridos a la piel, o de las astillas para algunos, o de vidrios para otros, la deconstrucción supone el dolor de identificar y extirpar, lentamente, ideas y afectos aprendidos a lo largo de toda una vida. Para algunos, la sensación será de desmayo, de quedarse sin piso, de ahí que las acérrimas críticas parezcan más un alegato por mantener firmes las paredes de papel maché de su existencia.
El “aliado” que mantiene la actitud desafiante o machista, la pose de macho, el sarcasmo y el pecheo constante, suelen justificarse en su forma de ser. Es su personalidad, dicen, su ímpetu. Buscan pasar por juguetones, rebeldes o socarrones, se indignan más que todos juntos frente a un feminicidio o nos recuerdan las veces que han escrito o dicho cosas a favor del feminismo. Sin embargo, no existe aliado, hombre feminista ni pro-feminista que no haya emprendido el viaje, sin retorno, de la revisión de su subjetividad. En lo cotidiano, se ejercitan y reconocen las múltiples formas de subordinación de las mujeres, en la casa, en la militancia, en la oficina, en la universidad… en las redes sociales incluso. Abandonan, incluso, el ímpetu de ser el más malo, el más radical, el más duro. Aprender a observar las contradicciones de su socialización y a evaluar el uso y el abuso del poder en tanto hombres, sin olvidar, al mismo tiempo, cómo esas experiencias se combinaron con frustración y dolor cuando no pudieron demostrar su hombría. Existen los que se identifican como parte de alguna minoría, sea de clase, sexual, racial, etc.. Esos tienen parte del camino hecho.