El pequeño restaurante solo tiene espacio para 12 clientes, pero es como si todo el barrio de Shinjuku, en Tokio, viviera ahí. Abre a medianoche y cierra a las 7 a. m. En la carta, solo se ofrecen sopa de miso, sake y shōchū, pero el cocinero prepara cualquier platillo siempre y cuando tenga los ingredientes al alcance o el comensal los lleve. Existen, sin embargo, algunas reglas importantes en la casa que el Maestro, como llaman al cocinero, hace respetar: solo se sirven 3 bebidas por persona, no se permiten peleas ni trifulcas, y la soberbia debe quedar fuera.
Se trata de Cantina de medianoche, un programa que lanzó la televisión japonesa en 2009 y que hoy se puede ver por Netflix. Cada historia reúne a distintos personajes alrededor de un plato relativamente simple, cuya receta se nos detalla al final didácticamente. Esa idea, desarrollada siempre con el Maestro como contrapunto y guía, logra vertebrar la vida nocturna japonesa: travestis, boxeadores, repartidores de diarios, estrellas en ascenso o declive, empresarios, actores porno, estudiantes, sicarios, y vedettes se concentran alrededor de un pan con huevo, unas salchichas fritas o una buena caballa a la plancha. Dentro del izakaya —esa suerte de pub japonés que funciona como after office—, codo a codo, la comida logra el milagro de convertirlos a todos en iguales, aunque sujetos a una misma jerarquía: la del sabor.
Aunque el antecedente occidental inmediato es Cheers (“donde todos saben tu nombre”), ciertas marcas nos llevan de inmediato a Oriente: el tempo es reposado, las tomas son limpias, y no es necesario insertar un gag ni un efecto cada 8 segundos. También hay gatos. Parte del tratamiento audiovisual remite al manga original de Yarō Abe que origina esta serie, sobre todo cuando se utilizan primeros planos y se ralentiza la acción. Fuera de ello, existe una marcada intención moral en cada capítulo: amor, amistad, esfuerzo y perdón se suceden con naturalidad en cada historia. El éxito trae distancia familiar; la timidez juvenil impide el romance; la idolatría desconoce los rigores de la fama. No hay lugar para el cinismo ni para los demás escondites del intelectualismo y la esnobería. Es como en la comida: ninguna salsa arreglará nunca un atún seco.
¿Cuál sería el equivalente peruano prepandémico de Cantina de medianoche? ¿Y por qué no se nos ocurren todavía estas historias? Las sangucherías nocturnas y las carretillas de anticuchos acaso sean un reemplazo, pero las primeras son un tanto monótonas e impersonales, mientras que las segundas, con su cariz tradicional, son más propias del street food. Quizá la idea de restauración es más propia del caldo de gallina, en el que se expresa también un hervor nocturno. Los chifas, por su lado, reúnen mejor a las comunidades barriales que se crean alrededor de un chaufa con cerveza. Pero la figura del Maestro solo tiene equivalente nacional en Javier Wong: autoridad amable, menú restringido, ambiente hogareño, extraño sentido del humor, sabiduría de vida.
Pronto esas puertas volverán a abrir.