¿De qué nos reímos en el Perú? por Jerónimo Pimentel

Este humor, durante mucho tiempo, fue verbal y gráfico, y, desde su primer auge industrial en periódicos y revistas, a fines del siglo XIX, hasta su madurez en propuestas icónicas, como el primer Monos y Monadas, logró consolidarse como un higiénico espacio de encuentro y convivencia para la nueva burguesía. Hacia el siglo XX, los medios audiovisuales irrumpieron con formatos que replicaban las dinámicas de las peñas criollas y del café teatro, y, más adelante, se importó y adaptó la picaresca de la revista teatral con sketches e imitaciones que ayudaron a sobrellevar dos décadas funestas: los ochenta y noventa. La lumpenización institucional trajo consigo la incorporación del humor callejero a la TV con resultados dispares [1], pero, poco a poco, y más acusadamente con la llegada de internet, cierto aire de obsolescencia empezó a cubrir los viejos medios: los chistes se repetían, se extrañaba el recambio generacional, los programas sobrevivían más por inercia que por éxito. Hasta que un día despertamos con la noticia de que falleció Justo Espinoza y que Guillermo Rossini se retiró de la radio.

Este rápido recuento no busca invisibilizar las nuevas formas de soltar carcajadas, como la movida prepandémica del stand-up comedy, o los memes, stickers y gifs que nos hacen sonreír frente a los celulares. Pero esas formas de humor —en su gran mayoría— van dirigidas a nichos específicos, pecan de efectistas o circunstanciales, y dependen de algoritmos que nos aíslan (refuerzan el efecto burbuja). Un país es un colectivo heterogéneo que se debería poder reír de todo, pero, sobre todo, de sí mismo, a la vez que ocupa momentáneamente un espacio de insensibilidad —como decía Bergson—, de supresión emocional e intelectual, que nos permita digerir mejor aquello que nos avergüenza. La patria, en buena cuenta, es una broma de la que nos reímos juntos.

Esta segunda vuelta, especialmente pobre en representación, propuestas e ideas, ha sido sintomática en cuanto al humor que genera: ninguno. El principal enemigo de la risa no es la alegría ni el miedo, sino la soledad, la anomia, la apatía. La risa implica complicidad, la subversión de una confianza que, si es inexistente, nunca llegará a su límite cómico. Nadie se ríe tampoco de lo que no conoce, solo de lo que está a la mano y se puede exagerar, minimizar o ridiculizar, para bien o para mal. Pero esta vez ninguno de los políticos que compite por la presidencia provoca esa intimidad: uno es un significante vacío, capaz de ser ocupado casi por cualquier discurso, lo que incluye un trasnochado leninismo de 1930, y la otra es un camaleón que bien puede mostrar su perfil de Harvard o de mototaxi, la que conspiró contra el indulto a su padre o la que promete liberarlo. La prueba ácida de esto es que ninguno tiene apodo. El Perú se venga de ellos llamándolos por su nombre.

Estas elecciones han logrado lo peor: nos han despojado del derecho a reír. Un nuevo sótano en las catacumbas de la república.

[1] Para quien desee ahondar en la historia del humor en el Perú, hay estudios muy recomendables de Marcel Velázquez, Víctor Vich y Alex Huerta-Mercado, entre otros.