Termino la entrevista con el escritor nicaragüense Sergio Ramírez (Masatepe, 1942) con cierta confusión. Cuando era pequeño escuché muchas veces que las personas éramos como las escaleras mecánicas: que no podías quedarte quieto jamás y que los vicios y virtudes, con los años, solo podían ir hacia arriba o hacia abajo. Se me hacía excepcional entrevistar a un exiliado octogenario, y por eso ha roto mis expectativas la que ha sido una conversación con humor autoconsciente. Resuena en mis oídos su perspectiva sobre el enojo en la literatura. Pero empecemos por el inicio....
Ese día cayó en domingo (Alfaguara, 2022) es la última recopilación de cuentos del autor tras seis años de silencio no exentos de vaivenes políticos. Se trata de una antología dividida en tres partes —dos centradas en la vida cotidiana y una parte central sobre los efectos de la vida político-militar— y formada por 10 relatos que abordan el lado trágico de cuestiones como la familia, el amor, la memoria y la muerte.
A muchos de los cuentos los sobrevuela el humor: la soledad de una mujer divorciada, la trampa del ascensor social, el viudo que busca un implante de pene… Esas notas tragicómicas adquieren otras texturas en la parte central, en la que unos antropólogos describen la matanza en una aldea guatemalteca ordenada en 1982 por el dictador Efraín Ríos Montt, el asesinato del niño Pollito cuando se negó a ser informante contra sus padres y la tortura de la chica trans Lady Di por difundir imágenes contra el Gobierno. Sobre la selección, el crítico literario Domingo Ródenas de Moya dijo que “ningún relato es superfluo o de relleno, en ellos la técnica compositiva se acomoda a la narración de las vicisitudes privadas y tramas políticas”.
Escritor, periodista y abogado, Ramírez conoce bien los efectos que puede tener la política en la vida de una persona. Vivió exiliado durante la dictadura de Anastasio Somoza, derrocado por la guerrilla sandinista de la que el autor formó parte, y entre 1985 y 1990 fue vicepresidente de Nicaragua. En 2021 tuvo que exiliarse de nuevo ante la orden de persecución y castigo de su antiguo compañero de filas, el presidente Daniel Ortega. En el momento del edicto de detención, Ramírez estaba preparando su viaje a España para promocionar su novela Tongolele no sabía bailar (Alfaguara) y cumplir con una gira europea organizada por el Instituto Cervantes.
Desde su exilio español, Ramírez sigue desarrollando una carrera literaria que comenzó en los años sesenta como cuentista, y que dio un salto en 1970, con la publicación de su primera novela. Su obra ha sido traducida a más de 20 idiomas y ha sido reconocida con galardones como el Premio Carlos Fuentes, que recibió en 2014 por “una literatura comprometida con una alta calidad literaria”, o el Premio Cervantes, que le fue otorgado en 2017.
El escritor atiende a COOLT por videollamada desde Estados Unidos, adonde se ha desplazado para impartir un curso.
- He leído un titular que decía que este era su retorno al cuento tras una larga ausencia de seis años, pero, repasando las fechas de los relatos, uno puede apreciar que durante estos seis años ha estado en matrimonio con este género. ¿Cuál es el estado de su relación con el cuento?
- Uno no escribe un libro de cuentos. Los cuentos van resultando de distinto tiempo, de distintas circunstancias, y llega un momento en el que uno tiene un libro de cuentos porque tiene piezas suficientes con un hilo conductor. Como dices, tengo cuentos de muy distintas fechas. Llegó el momento en que vi que había una unidad y diversidad que me daba para publicar este libro.
- Hay un cuento escrito de 2015 a 2019, ¿es este alguna especie de truco de maestro paciente?
- Muchas veces tienes un borrador, estás haciendo otras cosas, lo guardas, lo vuelves a sacar… Como nadie me urge para publicar, entonces puede reposar el tiempo que sea necesario. Por eso anoto la fecha en la que empiezo y luego la del día en que me sentí satisfecho. Me ocurre también con las novelas: puedo empezar una, abandonarla por otra, y luego retomarla. Es lo que podríamos llamar una escritura abierta.
- ¿El prestigio de los últimos años le permite esa escritura abierta o sigue con las dudas?
- La escritura siempre genera dudas, la inseguridad es parte del arte de escribir. Es una especie de neurosis literaria en la que la página siempre debe quedar perfecta y necesita correcciones hasta el último momento. Cuando el libro se va a la editorial, empieza mi conversación con la editora y también un proceso de corrección. Esa es otra reflexión. La única manera de liberarse del demonio de un libro es cuando uno va ya a la imprenta; entonces ya no puedes hacer nada. A veces tengo el temor de leer un libro impreso porque ya no se puede hacer nada.
- ¿El interés por la desolación de lo cotidiano es una constante?
- Sí, siempre me ha interesado eso que Chejov llamó los pequeños seres, seres sin trascendencia de la vida cotidiana, la gente que no son héroes ni heroínas pero que tienen sus propias vidas, a veces oscuras, a veces desapercibidas, otras con mucha soledad… El ejemplo del personaje del cuento de la prótesis, un hombre viudo que vive solo, esa soledad que yo trato a través del humor, de cómo el hombre se siente impotente… Una forma de acercarse a este tipo de personajes es el humor blando o humor chejoviano.
- ¿Cómo lo hace para medir la dosis de política y humor? Yo en su caso, a lo mejor estaría muy enfadado…
- La cólera política es una trampa literaria en la que nunca hay que caer. El exabrupto no puede ser literario, lo literario debe partir de la realidad que está teñida de política. La forma de aproximarse es desde un humor sosegado que pone distancia con los acontecimientos, porque si no termina comprometido con la retórica. Todo acontecimiento dramático implica una retórica, hay que cuidarse de ella y sustituirla por el humor.
Un ejemplo es el cuento de la muchacha trans exiliada, donde intento tratarlo desde el equilibrado diálogo con la enfermera, creando una atmósfera no contaminada. O el cuento de la madre que relata la historia del hijo asesinado: las inflexiones de la voz de la madre son las que salvan la historia de un dramatismo contaminante.
- ¿Cómo se siente en España?
- Muy bien, añorando regresar de Estados Unidos donde estoy de profesor visitante en la Universidad de Princeton. Yo en Madrid me siento muy bien, pero claro, yo quisiera volver a Nicaragua, pero hasta entonces España es el país en el que viviré… No sé cuándo podré volver a Nicaragua porque el único modo de saberlo es poner un pie en el aeropuerto y eso no lo voy a hacer, así que… Mientras tanto, estaré en esta actitud de espera.
- ¿Hasta qué punto cree que hay realmente una posibilidad de volver?
- Creo que hay que librarse del síndrome del exiliado. El exiliado siempre tiende a magnificar las posibilidades de regresar, cualquier petardo que suena dentro del país parece que es un alzamiento o un cambio… La represión le ha dado a Ortega y su familia una fortaleza terrible. No veo que haya un liderazgo alternativo ahora que le pueda hacer frente porque los líderes están en la cárcel. Los futuros líderes del país van a salir de la cárcel un día.
- ¿Hay una paradoja en la evolución del sandinismo?
- Lo contemplo como una parte lejana de mi vida. El fin de la revolución sucedió hace 30 años, ha pasado mucha agua por debajo de ese puente. Yo tengo nostalgia por esa época, mucha decepción y desengaño, pero eso no me hace perder la esperanza de que el país pueda encontrar su camino algún día. El fracaso histórico de la revolución es terrible para los involucrados y para toda una generación. Hay que vivir con esa decepción, pero sin dejar de mirar al futuro.
- ¿Hay alguna persona con la que se arrepiente de no haberse tomado un café?
- Me habría encantado sentarme a tomar un café con Nelson Mandela, la persona que más admiro del siglo XX. Me parece que no hay otro ejemplo como el suyo de entereza, de sacrificio y de humanidad.