El sistema carcelario con sus redes de vigilancia y regímenes disciplinarios es, según Foucault, una representación de la sociedad moderna. (Foto: AFP)
El sistema carcelario con sus redes de vigilancia y regímenes disciplinarios es, según Foucault, una representación de la sociedad moderna. (Foto: AFP)
Jorge Paredes Laos

El 4 de setiembre de 1863 Santiago Valverde fue condenado a 12 años de prisión. Era un hombre joven, de piel negra y mirada penetrante. Por su atuendo, un saco oscuro de grandes botones claros y una camisa blanca ceñida al cuello, parecía más un criado de hacienda que un homicida. Acusado de asesinato, fue recluido en la celda 158 de la novísima Penitenciaría de Lima, un edificio de grandes muros de piedra, sellado por una puerta dorada tan difícil de mover que para abrirla era necesaria la fuerza de varios hombres. Valverde compartía la prisión con no más de cincuenta reclusos, una treintena de varones y dieciocho mujeres. La mayoría estaba ahí por robo y homicidio, y unos pocos por lesiones. Él fue uno de los primeros en ocupar estas celdas. A su llegada, antes de ser conducido al baño donde iba a ser aseado y pesado, lo llevaron a un pequeño cuarto y obligaron a mirar de frente a un extraño aparato que retrataría su rostro en contundentes placas de vidrio. Luego salió al patio. Ahí debió haber visto la gran cúpula desde la cual era observado sin que se diera cuenta. Tres años después de su llegada al Panóptico —como era más conocida la penitenciería—, prácticamente ya no quedaban calabozos vacíos. Los casi 350 existentes estaban ocupados, y con el tiempo el hacinamiento haría de este lugar un espacio asfixiante.

Siete años atrás este edificio había sido inaugurado en medio de gran expectación. Era el más grande y más imponente de la ciudad. Estaba ubicado más allá de las antiguas murallas y provocaba no solo respeto sino también temor. Su construcción se inició en 1856 y demoró seis años. Lima vivía entonces una etapa de esplendor debido a la riqueza generada por el guano de las islas. Por aquellos tiempos existía una preocupación creciente por la salubridad y por dotar a la capital de hospitales, mercados y cementerios. Eso que el historiador del arte David Flores-Hora llama un movimiento higienista que impulsó también la edificación de una nueva cárcel para reemplazar a los viejos, pestilentes e inhumanos calabozos de las comisarías y haciendas.

A mitad del siglo XIX, la creación de una penitenciaría era, además, un reclamo urgente: con la abolición de la esclavitud, el desbande de las tropas de los caudillos y la continua fuga de chinos culíes de las haciendas azucareras, se había producido tal clima de inseguridad en Lima que las élites políticas y económicas reclamaban un lugar adonde encerrar a vagabundos, asaltantes y bandoleros.

Por ello, el gobierno de Ramón Castilla nombró una comisión presidida por Mariano Felipe Paz-Soldán para edificar una prisión de acuerdo a los cánones de la época. De esta manera, se decidió importar al Perú el modelo del panóptico —un pabellón circular con una torre de observación en el centro, ideado por el inglés Jeremy Bentham en 1791—, que había sido reproducido con éxito en las cárceles de Auburn y Filadelfia en Estados Unidos, y de Río de Janeiro en Brasil.

La obra fue ejecutada por el arquitecto Maximiliano Mimey y, aunque no se siguió fielmente el modelo de Bentham, sí se buscó que todos los pabellones rectangulares convergieran en un observatorio central, donde también estaban ubicadas las oficinas administrativas. Como describe el historiador Juan José Pacheco Ibarra en su documentado ensayo “La vida en la penitenciaría de Lima (1868-1962)”, el panóptico era “un edificio en forma de cruz” vigilado todo el tiempo por rondines “que se turnaban cada doce horas en el puesto y recorrían todo el perímetro del presidio cada hora”.

Es decir, el corazón de esta edificación estaba en ese mirador, al que debía su nombre. Ese ojo múltiple desde el que se podía observar las puertas de las celdas, los talleres y los comedores. El objetivo de una prisión como esta era el de mirar sin ser visto. Ahí radicaba su poder.

Muchos años después, esta peculiaridad llamaría la atención de un filósofo e historiador francés que desarrollaría toda una teoría alrededor del panóptico y los sistemas de vigilancia que se reproducían con persistente similitud en cárceles, hospitales, fábricas, cuarteles y escuelas, como si en ese celo permanente, en esa búsqueda de férrea disciplina estuvieran las bases de un control social necesario para eso que algunos llamaban modernidad.

La Penitenciaría de Lima estuvo ubicada frente al Palacio de Justicia, en los terrenos que hoy ocupan el hotel Sheraton y el Real Plaza. (Foto: Rescate fotográfico de Sonia Cunliffe y Sophia Durand / colección Jorge Bustamante)
La Penitenciaría de Lima estuvo ubicada frente al Palacio de Justicia, en los terrenos que hoy ocupan el hotel Sheraton y el Real Plaza. (Foto: Rescate fotográfico de Sonia Cunliffe y Sophia Durand / colección Jorge Bustamante)

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La ficha de Santiago Valverde luce amarilla; es una frágil cáscara protegida detrás de un vidrio en una silenciosa sala de exposiciones. Es la primera de dos hileras en las que se exhiben otros 51 documentos. En ella se lee en grandes letras negras “Penitenciaría de Lima” y más abajo “Testimonio de condena”. Ahí se afirma que Valverde ha cometido un homicidio, que ha sido condenado a 12 años de prisión y que saldría en libertad el 4 de setiembre de 1875.

“Es la ficha más antigua que tenemos”, me dice al oído Sonia Cunliffe sin alterar la calma de la galería del centro cultural de la Universidad de Lima. Ella, junto con Sophia Durand, ha montado una exhibición llamada Vigilar y castigar, con documentos del antiguo panóptico limeño que van desde la década del sesenta del siglo XIX hasta inicios del siglo XX, y que forman parte de una exposición mayor titulada Criminalidad y criminalización.

Pero ¿por qué son importantes estos papeles del Panóptico? “En realidad no son solo una evidencia de cómo eran clasificados los presos de la época, sus fisonomías, los uniformes que eran obligados a usar, sus condenas por robos o asesinatos, sino que también son un registro sobre los orígenes de la fotografía en el Perú. Una práctica que no solo se desarrolló en los estudios limeños entre las clases acomodadas, sino que también se extendió, por ejemplo, a la identificación de los presos en la cárcel de Lima, algo estrictamente documental”, dice Cunliffe.

“Para nosotras era importante saber de dónde venían estos documentos”, complementa Sophia Durand. Así llegaron a la figura de Juan Salas, un fotógrafo del siglo XIX, quien, al ver que ya se había copado el mercado del retrato familiar, decidió ofrecer sus servicios al Estado para documentar las obras públicas que en ese momento se estaban construyendo en Lima y para retratar a los soldados del Ejército en las calles. “Como estaba por inaugurarse la penitenciaría, se le ocurrió la idea de fotografiar a los presos para que pudieran ser identificados en caso de posibles fugas. Existen cartas cursadas a Paz-Soldán en las que Salas ofrece sus servicios, y se generó todo un debate sobre si era pertinente o no retratar a los condenados, si con ello no se estaba violando su intimidad, pues se preguntaban qué pasaría con estas imágenes cuando los reos hubieran cumplido sus condenas, si no serían utilizadas luego para humillarlos”, explica Durand.

Luego, concluye su reflexión con una frase que alude a estos tiempos de Internet y redes sociales: “La fotografía llega al Perú en 1845. En ese momento era lo más avanzado de la época y ocurría lo mismo que hoy pasa con las redes sociales, que pensamos que nuestra intimidad se ve amenazada por estas nuevas tecnologías”.

Santiago Valverde en su ficha del Panóptico (1863).
Santiago Valverde en su ficha del Panóptico (1863).

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En 1975 el filósofo e historiador francés Michel Foucault publicó Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, un libro que ha influido notablemente en el pensamiento contemporáneo. En aquel ensayo, se pone de manifiesto cómo los regímenes carcelarios modernos —instaurados en el siglo XIX con la expansión de los panópticos y esa idea de “no castigar ya los cuerpos sino de saber corregir en adelante las almas”— crearon un nuevo tipo de disciplina que reemplazó a los suplicios, torturas y cadalsos de la época precedente, y que fue la base de la productividad capitalista. “¿Puede extrañar que la prisión se asemeje a las fábricas, a las escuelas, a los cuarteles, a los hospitales?”, se preguntaba Foucault con ironía. Esa sociedad panóptica que vigila para no castigar, que somete a los seres humanos a unos hábitos que de manera inconsciente los automatiza y los divide, algo que podríamos hoy definir como “estilos de vida”. Algo mucho más sutil que los totalitarismos distópicos que imaginó George Orwell y que es más bien la cara oculta de la libertad.

¿De qué manera el pensador francés vaticinó el futuro de un mundo vigilado en extremo no solo por cámaras de seguridad en cada esquina sino incluso por aparatos en los que los propios usuarios comparten voluntariamente su intimidad? Se lo preguntamos al comunicador y psicoanalista Julio Hevia, profesor de la Universidad de Lima.

“Una de las ideas en las que siempre me apoyé para compartir el saber de este filósofo es la triple fórmula que plantea para caracterizar el mundo moderno. Foucault decía que las tres grandes consignas o propósitos del aparato estatal eran medir, controlar y corregir. Si piensas en esa triple reja, la idea de vigilar se torna más sinuosa, pues se ampara en la supuesta libertad del sujeto. El gran problema del pensamiento marxista fue creer que a la gente se la sujetaba a través de la ideología, cuando la cosa es más simple: existen mecanismos mucho más primarios, que son los hábitos, los cuales se van implementando bajo sistemas disciplinarios precoces. Eco decía ‘el hábito hace al monje’, y eso se podría aplicar a Foucault, quien afirmaba que los hábitos estaban detrás de las ideas. Y yo pregunto ¿cuál es el hábito principal del usuario de hoy? ¿Qué es lo primero y lo último que hace en el día? Consultar una pantalla, ver cuánta gente le dio likes o si ha llegado a la hazaña de gestar un trending topic. Si bien hay elementos que escapan a las referencias de Foucault, en lo fundamental diría que él vio este mundo futuro mejor que nadie”, responde Hevia.

Rudolph Castro, detalle de "La (no) ciudad de ella" (2017)
Rudolph Castro, detalle de "La (no) ciudad de ella" (2017)

En la exposición Criminalidad y criminalización, aparece un texto del propio Hevia en el que aclara que las ideas de Foucault no se basaban ni en la psicología ni en la represión, esquemas más freudianos. “En Foucault el tema de la vigilancia y la disciplina están en favor de la productividad. En buena cuenta lo que quería decir es vigilar en vez de castigar. El tema, entonces, no era la sumisión esclavista ni la manipulación ideológica, sino la automatización. Foucault recoge una tradición filosófica europea que quizá viene de Descartes con la idea del autómata. En esa línea uno puede pensar que hoy el usuario es un autómata, un ente robótico fácilmente predecible. Él entró por arriba al mismo mundo al que entró Kafka por abajo. Sujetos que están sometidos a controles que ellos mismos no pueden explicarse y de los cuales tampoco liberarse. Es como preguntarle hoy a un internauta: ‘¿Te imaginas un día sin celular?’”.

Según Hevia, vivimos hoy de una “libertad condicional”. Es decir, estamos condenados a ser libres. Es una presión que cae sobre nosotros, y, si no la experimentamos así, es solo porque estamos confirmando las ideas de Foucault, quien decía que el verdadero éxito del aparato moderno de poder consistía en hacerte creer que sobre ti no existe ninguna sujeción, que tus acciones obedecen a tu propia iniciativa y voluntad”.

Cunliffe y Durand en la muestra Criminalidad y criminalización, delante de obra de Miguel Aguirre.
Cunliffe y Durand en la muestra Criminalidad y criminalización, delante de obra de Miguel Aguirre.

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“Estos documentos del panóptico son como el lado B de nuestra historia”, opina el historiador de arte David Flores-Hora, quien ha realizado la curaduría de la exposición Criminalidad y criminalización. “Oficialmente la historia peruana es una sucesión de gobiernos y de intentos por tomar el poder; por eso, proyectos como este son interesantes, pues muestran ese lado que no queremos ver: el de la criminalidad, la carcelería y los fallidos sistemas de control”, agrega el curador.

En el fondo la figura del Panóptico de Lima es también la imagen de una utopía que fracasó en el Perú. Este sistema carcelario fue rápidamente rebasado, y las memorias de los directores del penal de 1903 y 1905 —citados por Pacheco Ibarra en su mencionado ensayo— muestran no solo las cifras del hacinamiento, sino también algo mucho más profundo: que esa intención de readaptar al preso a la sociedad a través del trabajo nunca se cumplió en la práctica. Peor aun, la Penitenciaría solo sirvió para reproducir y acentuar entre sus muros la enorme discriminación a la que eran sometidas las masas indígenas y analfabetas que en su mayoría poblaron las cárceles del Perú. Según estas cifras, a inicios del siglo XX, estaban recluidos en el Panóptico 178 indios, 13 negros, 14 blancos, 14 asiáticos y 96 pertenecientes a “otras razas”, que probablemente serían mestizos. El 78% de ellos tenían entre 20 y 40 años, y los oficios mayoritarios eran los de agricultor, trenzador, carpintero y comerciante.

Con los años, el Panóptico albergó también a presos políticos, y quizá los personajes más celebres que pasaron por sus celdas hayan sido el presidente Augusto Bernardino Leguía; el fundador del APRA, Víctor Raúl Haya de la Torre; y el escritor Ciro Alegría. Otro dato curioso es que en los talleres gráficos de esta prisión, administrados y trabajados por los propios reclusos, se imprimió en 1922 el poemario Trilce, de César Vallejo.

En 1962 la vieja penitenciaría limeña fue derruida a combazos. El sistema del panóptico llegaba a su fin y aparecía en el horizonte la idea de los penales de máxima seguridad, que privilegiaban el encierro y la exclusión sobre la vigilancia. Por esos años se inauguraba también, en las afueras de Lima, el Penal de San Pedro, que todos conocerían como Lurigancho por el nombre del distrito donde estaba ubicado, y en la selva se popularizaba el nombre del temido Sepa.

“No es casual que en los terrenos que ocupó el Panóptico se hayan construido después un hotel (el Sheraton) y un centro cívico (convertido en el siglo XXI en un emporio comercial), lo que demuestra cómo fue cambiando la idea de la modernidad en Lima: si en el siglo XIX la urgencia era la higiene, ahora lo más importante es el intercambio económico”, apunta Flores-Hora.

En Vigilar y castigar, Foucault afirmaba ya que el aparato carcelario había apelado históricamente a distintos modelos que se alternaban en el tiempo ante sus continuos reveses. Y, si bien el del panóptico fracasó dentro de lo que él llamó “la ciudad carcelaria”, sí cobró relevancia fuera de ella, en esa “sociedad disciplinaria” de la cual dependemos todos.

Juan Salas Carreño, "Monumentos" (2009).
Juan Salas Carreño, "Monumentos" (2009).


Mecanismos de represión

La muestra Criminalidad y criminalización, bajo la curaduría de David Flores-Hora, agrupa trabajos de nueve artistas que reflexionan en torno a los mecanismos de represión y encarcelamiento en nuestro país. Un biombo decorativo puede ser también una reja carcelaria (Miguel Aguirre); o dos óleos nos recuerdan, a pesar de su vacío, esos momentos en que las cárceles habían sido tomadas por Sendero Luminoso (Claudia Martínez); o una obra paródica como “Los malditos de Larcomar” (Alfredo Márquez) alude a esa supuesta banda capturada en Miraflores, donde muchachos humildes fueron confundidos con delincuentes.

Lugar: Centro Cultural de la Universidad de Lima. Calle Cruz del Sur 206, Surco.
De lunes a sábado, de 9:00 a 22:00 y domingo de 17:00 a 22:00. Hasta el 23 de julio.

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