No solo el trabajo, también la educación y el ocio están mediados por la realidad virtual. (Foto: Shutterstock)
No solo el trabajo, también la educación y el ocio están mediados por la realidad virtual. (Foto: Shutterstock)
Victor Krebs

Debe haber sido alucinante, para el europeo del siglo XV, descubrir que existía otro continente más allá de aquel que había creído. Debe haber tenido que modificar profundamente su conciencia para poder asimilar un descubrimiento tan trascendental. Nosotros, en el siglo XXI, estamos ante un fenómeno y un impacto comparables con el advenimiento de la realidad virtual, otro “nuevo mundo” que está cambiando criterios y patrones.

En los años noventa, lo virtual se consideraba simplemente un simulacro del mundo, un espacio de juego donde ejercitar nuestra imaginación y fantasía. Muy pronto, sin embargo, se inició la comunicación virtual; luego, las redes sociales y el internet. Comenzaron a alquilarse y venderse “dominios virtuales” como si fuesen terrenos físicos, y lo virtual comenzó así a ofrecer nuevas oportunidades en la sociedad.

A principios de este siglo, uno ya podía “vivir” una vida virtual, aunque solo fuese en el mundo de 3D de un juego llamado Second Life. Y, cuando empezaron a nacer corporaciones tecnológicas como Microsoft, Apple, Google, Amazon, Facebook y otras, ya era evidente que lo virtual constituía el horizonte de nuestro futuro.

En los últimos 20 años, hemos adquirido, gracias al mundo virtual, el don de la ubicuidad. También las limitaciones de la identidad empírica, que es oficialmente única e intransferible, son superadas en el mundo virtual, donde se pueden asumir identidades diversas, independientes unas de otras. En su invisibilidad se hacen, además, inmunes a los prejuicios y animosidades que se tienen en la vida real, con lo cual el mundo virtual proporciona así también nuevas oportunidades de autoexploración y conocimiento.

Sin la mirada del otro

Pero ¿quién iba a pensar que la virtualidad digital se iría filtrando tan paulatina e imperceptiblemente en nuestra realidad, que la transformaría y nos transformaría para siempre? Si bien es cierto que la integración de lo virtual en la vida real estaba ocurriendo ya rápidamente, ahora, con el encierro global al que nos ha obligado el coronavirus, esa inédita fusión de realidades se ha acelerado vertiginosamente.

Debido a esta pandemia, hemos sido arrojados de lleno a una dimensión de la existencia humana que apenas empezábamos a conocer. De un solo sorbo hemos tenido que tomar la pócima, y nos encontramos todos obligados, casi en un estado de shock colectivo, a aprender a nadar, habiendo antes solo sabido caminar. Surgen así nuevos retos y experiencias, que exigen cambios radicales en nuestras expectativas y perspectivas.

Si bien podemos conectarnos e interactuar virtualmente con personas con las que no podemos estar físicamente, la experiencia de interactuar con su imagen en la pantalla implica un esfuerzo nuevo que, bajo la exigencia del momento actual, puede volverse abrumador. No solo es el desfase entre los espacios que habitamos de cada lado de la pantalla —que hace imposible el contacto visual con el otro (intente mirarse con el otro a los ojos para comprobar la asimetría de dos espacios que aparentemente se corresponden)— sino la expectativa o costumbre de nuestro cuerpo y de nuestra conciencia en la relación presencial, de recibir las señales de otro cuerpo: su calor, su olor, sus ritmos de respiración, los gestos, todos los cuales se eclipsan bajo la perspectiva plana de la imagen digital.

Mientras nuestras mentes se convencen, cuando estamos conversando con el otro en la pantalla, de que estamos con esos cuerpos, los nuestros se resisten a esa creencia. Y, en esa tensión y esa disonancia, nos encontramos haciendo un esfuerzo de compensación psíquica que es totalmente agotador. Como escribe el psicoanalista Gianpiero Petriglieri, “es más fácil estar en la presencia de otro que en la constante presencia de la ausencia del otro. [...] La pantalla nos impone una forma de ceguera en que percibimos muy poco y no nos podemos imaginar lo suficiente.”

Mas ¿qué habría sido de nosotros en esta pandemia sin esa dimensión virtual que todos ahora nos vemos obligados a vivir? Hemos logrado escapar del confinamiento físico al que nos ha sometido el virus para continuar en contacto desde nuestro aislamiento obligatorio, y ello implica un costo. Sin embargo, este cambio tan repentino y tan violento que habrá de tener las consecuencias de todo trauma tal vez sea un proceso necesario, una mutación indispensable que nos exige la vida en este maltrecho mundo que ahora habitamos.


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