IVÁN SILVA DE LA ROCA
La noticia del fallecimiento de su tío Eustaquio le produjo aflicción pese a que no lo había tratado mucho en vida, solo las pocas semanas que pasaron juntos en esa grande y vetusta casa. Luego el enfermo había viajado a la capital en busca de ayuda médica para su grave enfermedad, y él se había quedado en la casa, cuidándola.
En el fondo había abrigado la esperanza de que el tío se recuperara en la capital y que no llegara ese fatídico momento.
Luego de colgar el teléfono, con el que acababa de saber lo sucedido al tío, empezó a mirar las cosas que le rodeaban: los negros y mullidos sillones, la vieja consola de madera, la cigarrera. Poco a poco fue siendo invadido por un sutil sobrecogimiento. De pronto la casa le pareció demasiado grande.
La vecina con la que ahora conversaba en la puerta de la casa le dio el pésame y le preguntó por las exequias.
–Se realizarán allá –dijo él.
La vecina opinó que mejor hubiera sido que lo enterraran aquí, donde había sido muy apreciado, y donde había pasado la mayor parte de su vida; pero, comprendió cuando él aludió a los gastos que eso ocasionaría.
Entró a la casa y, como si de pronto hubiera sido invadido por un gran cansancio, se arrellanó en uno de los sillones. Era el mismo sillón donde solía sentarse cuando conversaba con el tío Eustaquio. Cerró los ojos y le pareció verlo dirigiéndose a él, con su voz pausada y provista de una ligera gangosidad. Cuántas cosas no le dijo el día que él le contó que no quería estudiar una profesión. Movido por una inquietud, que parecía relacionarse con el miedo a lo desconocido, se puso de pie y se acercó a la ventana. Afuera solo se hallaban tres perros que miraban con suma tristeza el vacío.
Una cierta inquietud se hendió en su cerebro y creyó ver malos y ocultos presagios en la expresión de aquellos perros.
Obedeciendo a un súbito impulso se dirigió al dormitorio del finado y repasó con la mirada la cama y el crucifijo de madera que permanecía en la cabecera. Hizo la señal de la cruz y luego fue a acostarse.
Los primeros aullidos de los perros lo cogieron apenas se había acostado, cuando aún hacía esfuerzos por conciliar el sueño. Fue un aguijón que se clavó directamente en el centro de sus temores: el alma del tío Eustaquio ya estaba vagando por los lugares por los que discurrió en vida.
Sabiendo que no iba poder dormir en esa situación se levantó de su cama y encendió la luz de su dormitorio. El resto de la casa, sin embargo, permanecía bajo las sombras y eso incrementaba su miedo en los momentos en que los aullidos de los canes se hacían más persistentes. Fue en esas circunstancias cuando creyó percibir ciertos ruidos dentro de la casa: pasos, choques, chirridos.
Sin saber cómo conjurar al alma de su difunto tío se puso a orar, mientras que, como fondo, seguía escuchando los estremecedores aullidos.
Las horas pasaron y, cuando las luces del nuevo día empezaron a colarse por las rendijas de las ventanas, se envalentonó y fue a recorrer los ambientes de la casa. Todo estaba en su sitio, el dormitorio del tío Eustaquio se hallaba en orden. Pero se acercó a la ventana que daba a la calle y reconoció a los tres perros del día anterior: se hallaban como agotados y poseídos de un insondable hálito.
Esa misma mañana tomó el bus que lo trajo de vuelta a la capital.