CÉSAR MAZUELOS CARDOZO
Al iniciarse la temporada escolar, la llovizna de la mañana provinciana humedecía los caminos que llevaban al colegio. Aún así Manino iba muy contento, pues ese día había decidido ahorrar de real en real en forma diaria para comprarse un trompo que costaba tres soles. Con sus escasos siete años de edad caminaba muy contento por la ilusión de poder obtener lo que tanto ansiaba; para ello, ese día había quitado la etiqueta de papel a un tarro de leche vacío, y cogiendo un cuchillo de cocina le había hecho una abertura en la parte superior central, a manera de alcancía.
Pensaba que ahorrar la mitad de su propina diaria valía la pena para obtener algo tan deseado. Se había cansado de insistir a su padre que le compre uno, porque siempre había obtenido un no por respuesta, pues en realidad la economía familiar no estaba para tales lujos.
Un real diario haría que en cinco semanas Manino pueda obtener su propio trompo, en esos tiempos se estudiaba los días sábados por las mañanas, y en los días particulares se estudiaba mañana y tarde, por tanto, veinte centavos que recibía diariamente, no era la gran cosa. Pero él permanecía optimista. Se acostaba muy temprano para que amanezca más rápido, pues un mes es mucho tiempo, por lo menos para las personas de su edad.
Pasaron las semanas y por fin llegó el ansiado día de abrir su alcancía hechizo. El niño escogió un día domingo porque sus tareas escolares las realizaba los sábados por la tarde.
Abrió con mucho cuidado la alcancía hecha de la lata de leche y vertió su contenido: treinta y dos monedas de diez centavos, húmedas por los restos de leche, las mismas que limpió una por una con mucho cuidado. Luego se las echó al bolsillo derecho, ya que el izquierdo estaba agujereado, y muy contento se dirigió a pie al Mercado Central de Huacho.
Después de comprar el trompo y la pita, buscó una chapa de agua gaseosa para ponerla como tope al final de la piola. Fue entonces cuando comenzó a hacer bailar el trompo, pero este saltaba sin la armonía habitual.
–¡Está carretón! se escuchó una voz infantil.
–¿Quién eres? interrogó Manino.
–¡Soy Lorenzo, el hijo del zapatero de la vuelta! – respondió el advenedizo.
En breve tiempo Lorenzo se ganó la confianza de Manino, ya que aquel, tenía dos años más y poseía la suficiente experiencia para poner al trompo “sedita” y así lo hizo. Manino, consideró que había encontrado un buen amigo.
Ambos comenzaron a jugar con el trompo en el interior del Colegio La Merced, en el cual se estaba llevando a cabo un torneo deportivo, y como a Manino aún le quedaba un saldo, compró seis empanaditas que emanaban un agradable olor, tres para cada uno.
–¡Lorenzo, sigue jugando con el trompo! – le dijo Manino mientras subía a la parte más alta de la tribuna para observar el torneo.
–¡Muy bien, yo sigo jugando! – respondió Lorenzo.
Manino, con la confianza e inocencia propia de su edad, se distrajo y cuando se acordó de Lorenzo, este había “desaparecido”. Por más que buscó, no lo encontró; entonces se dio cuenta de que había sido burlado. Se sentó a la orilla de una vereda y comenzó a suspirar tristemente, cavilando sobre su suerte, percatándose que en el mundo no todos son iguales, que hay gente mala, que no todos eran como él; y luego de la reflexión, se puso de pie, y sacudiéndose se dirigió lentamente a su casa, diciendo para sus adentros que el otro era más desdichado.