Museo del Prado
Museo del Prado
Jaime Bedoya

El Museo del Prado de Madrid tenía ya dos años abierto cuando la República del Perú proclamaba su independencia.

Hoy es jueves, aún no abre, y entrar a él supone hacer una cola de una hora de espera. Ayer el Real Madrid fue aplastado en su propia cancha por el Barcelona, tres a cero, Messi mirando.

Una inusualmente calurosa mañana de invierno se presenta como bálsamo ante la derrota. Pero no es mía la tristeza. Celebré el triunfo culé, una lección a la arrogancia madridista. Y celebro hacer cola para ver un cuadro peruano en el Prado. Su autor, para escozor de la hoguera de vanidades desatada por ARCO, es anónimo.

Con el perdón de Rembrandt, Velázquez, Rubens, Goya y Bosco me dirijo sin distracciones a la sala 16 siguiendo una prolija señalética que conducía a la ‘pintura invitada’ de título tautológico: Matrimonio de don Martín de Loyola con doña Beatriz Ñusta. Las fotos están prohibidas. Pero en ninguna parte se dice nada sobre celulares.

La boda en cuestión, unión por conveniencia sucedida en 1572, fue retratada por mano anónima en el siglo XVIII como registro —político, religioso, estético— del mestizaje racial entre España y América. Una nieta de Huayna Cápac se unía con Martín de Loyola, sobrino de san Ignacio de Loyola, fundador de la orden jesuita.

Días antes una cuestionada congresista afrodescendiente peruana, Leyla Chihuán, había saludado a los Reyes en el Palacio de la Moncloa. Las redes habían ridiculizado desde su vestimenta hasta su participación en esa pompa protocolar. Cierta distante analogía con el cuadro persistía pero sin cuajar del todo.

Con el cuadro peruano hospedado ahí, la sala 16 se había convertido en notoria disrupción del histórico eurocentrismo del Prado.

Frente al cuadro cusqueño se encontraba el adusto Auto de fe en la plaza Mayor de Madrid, de Francisco Rizi. En él se retrataba la persecución de herejes que justamente hizo sangrienta y cruel la conquista de almas, tierra y oro americanos.

Flanqueando la pintura anónima del Cusco estaba la estampa de Carlos II. Era tan feo y tonto que le llamaban el Hechizado. Al lado, su madre, la reina Mariana de Austria, de riguroso luto por Felipe IV, ambos pintados por Carreño, discípulo de Velázquez, también con debilidad por enanos y freaks. Madre e hijo parecían eternamente preparados para sorprenderse por la visita pictórica de Indias.

En la otra pared miraba con recelo la pequeña Eugenia Martínez, niña fenómeno de la corte del siglo XVII (con 6 años pesaba 70 kilos). Eugenia observaba a la Ñusta desde dos retratos, ambos de Carreño. En uno de ellos estaba desnuda a manera de Baco. En la otra iba vestida tal como era llevada a la corte para morboso deleite palaciego.

Al centro de la sala y mirando hacia la boda inmóvil de la Ñusta, reposaba en cúbito ventral un bronce de Hermadrofito, hijo de Hermes y Afrodita, réplica del Borghese que está en el Louvre. El hombre mujer descansaba revelando tímidamente su doble sexo ante el austero festejo del matrimonio interoceánico.

De noche, cerrado el museo y apagadas las luces, hubiera sido impagable escuchar la conversación en esa sala número 16.

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