En este libro, Fernández y Rohner analizan desde el «Discurso en el Politeama» de Manuel González Prada hasta el mensaje a la nación del presidente Fujimori en que anunció la disolución del Congreso, la reestructuración del Estado y una nueva Constitución, así como el discurso de Gastón Acurio en la Universidad del Pacífico estableciendo el mito del self-made man peruano hoy venido a menos por la pandemia de la COVID.
En este libro, Fernández y Rohner analizan desde el «Discurso en el Politeama» de Manuel González Prada hasta el mensaje a la nación del presidente Fujimori en que anunció la disolución del Congreso, la reestructuración del Estado y una nueva Constitución, así como el discurso de Gastón Acurio en la Universidad del Pacífico estableciendo el mito del self-made man peruano hoy venido a menos por la pandemia de la COVID.

7 discurso de interpretación del siglo XX peruano

Los Estados, pero sobre todas las naciones, están hechos de palabras. De palabras oficiales, escritas y sancionadas con sellos y rúbricas, aunque también, y quizás estas sean las más importantes, de palabras pronunciadas en el momento mismo en que los acontecimientos ocurrieron. Estas palabras, cargada de dramatismo, resultan vitales, no sólo porque, cual rabonas, han acompañado los sucesos hasta su desenlace, sino porque es a partir de ellas que los hemos interpretado, forjando la médula de la memoria colectiva. Son esas palabras las que han moldeado, en buena cuenta, aquella parte de nuestra historia que consideramos más cercana, más viva, y a la que, con mayor o menor pericia y memoria, recurrimos para explicar (y explicarnos) las incidencias de nuestro día a día.

Por ello, y aunque la historiografía contemporánea haya privilegiado comprender el devenir de nuestras naciones desentrañando los procesos que las envolvieron, lo cierto es que la historia que nos ha quedado para la sociedad no es sino el relato de estos procesos: ese conjunto de palabras que dan cuenta de ellos y que repetimos, más allá de preocuparnos por verificar su veracidad, como el mantra que sostiene la fe en lo que aún somos o anhelamos ser.

“Hasta quemar el último cartucho”, la valiente sentencia que pronunció Francisco Bolognesi en Arica, negándose a entregar la plaza que descendía en la guerra del Pacífico ante el desconcierto del invasor chileno, que con certeza esperaba obtener de él su incondicional rendición, pues era evidente su desventaja militar, selló para siempre su más alto destino, y sigue siendo recuperada (y resignificada) en estos días, tanto por el congresista que promete no abandonar el supremo encargo que le hace la patria (y que luego vende barato por “Dios y por la plata”) como el presumido que relata, o más bien fantasea ampuloso, sus faenas de alcoba. Lamentablemente, una buena parte de aquellos que se dedicaron a escudriñar la historia contemporánea, sea por el corsé impuesto por la academia, sea porque el silencio de las bibliotecas entumeció en ellos aquel sentido que se requería para atender mejor el rumor de la calle, no supieron apreciar la vitalidad que aún ahora exudan las palabras. Sin sospecharlo, dejaron sin franquear una excelente puerta de entrada a los procesos que pasó perseguían y a la posibilidad de establecer con el ciudadano común los términos de un acuerdo tácito: de que es posible, y hasta cierto punto necesario, también, contar la historia y sus palabras y en sus formas.

Esta mirada miope y envanecida fue incapaz de comprender que en las palabras mismas se encerraban todos los valores que había que desentrañar si se quería entender el pasado para explicar el presente. Borges lo poetizó de manera magnífica hace ya más de medio siglo: “Si (como afirma el griego en el Cratilo) el nombre es arquetipo de la cosa, en las letras de ‘rosa’ está la rosa y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’”. Y aunque la lingüística moderna haya desdeñado esta mirada por considerarla de una especie cercana a una suerte de pensamiento mágico, lo cierto es que es mucho todavía lo que tiene por revelar.

Por ello, la historiografía contemporánea combatió durante años esas palabras, porque al cabo de repetir muchas veces, sin demasiada fortuna, el sistema educativo había hecho de la historia solo una colección de frases célebres y de fechas que habían dejado de ser significativas para los ciudadanos. La mayor parte de nuestros compatriotas transita avenidas como Dos de Mayo o Nueve de Diciembre sin la menor idea de los acontecimientos a los que estas refieren. No obstante, el problema no estaba y que los escolares aprendieran esas frases; el problema es que el sistema educativo nacional había dejado a la deriva al profesorado y los habían convertido solo en una suerte de máquinas que repetían frases hechas. Sin embargo, estas palabras siguen siendo importantes, justamente, porque nos ofrecen múltiples perspectivas desde las cuales afrontar nuestra realidad y sus dilemas.

Cómo negar entonces que cada vez que alguien declama “Campesino, el patrón ya no comerá más de tu pobreza”, y dependiendo del lugar que hemos en el entramado social. algo en nosotros se subleva, algo que abarca casi todos los matices que van de la nostalgia al rechazo, o de la esperanza al miedo. Porque esta frase no sólo encierra en sí una buena parte de las decisiones, y de las acciones y contradicciones, del gobierno de Velasco, de las vicisitudes de esa época, de los nuevos actores sociales que irrumpieron y buscaron en ella su identidad, y de aquellos a los que se intentó desterrar del poder político y económico de la segunda mitad del siglo 20 en el Perú, sino, también, porque resume las aspiraciones de todos aquellos grupos entraron en conflicto en un determinado momento histórico y que, aún ahora, comparten, incluso desde las antípodas, la convicción de que somos una nación en construcción.

Y es que el discurso es el sismógrafo que recoge las fluctuaciones en el ánimo popular, un instrumento que da cuenta, con absoluta fidelidad, de una fuerza, de una tensión social que va en aumento y con la que se adquiere una insoslayable responsabilidad. Son tres los elementos que revelan la dinámica que acabamos de describir: una tarea pendiente, ese hacer urgente, ineludible. que obliga a la sociedad a poner en ella todo su empeño y su determinación; un destino, al que miran, ahora, plenamente convencidas, las muchedumbres; y un compromiso, aquel que inevitablemente refrenda el líder con su pueblo y con la historia. En resumen, y aunque de esto no hayan sido muy conscientes la mayoría de nuestros más recientes protagonistas de la política, todo discurso supone una palabra empeñada con la posteridad.

Esa promesa es la que los hizo San Martín, cuando en las mismas plazas donde antes se había jurado lealtad al rey, bandera en mano, nos anunció que “desde este momento, el Perú es libre e independiente por la voluntad general de los pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende”. Sin embargo, el Perú moderno no se inició, como dicen los libros de historia que los estudiantes leen en el colegio, aquel lejano 1821 con el grito de libertad tras las primeras victorias frente a las tropas españolas, sino con el rugido furioso de González Prada tras nuestra vergonzosa derrota frente al ejército chileno. Esa noche de 1888, más bien, su indignación descubrió las heridas todavía abiertas de una sociedad que acababa de comprender que la larga tarea de su consolidación como nación era una asignatura aún pendiente.

Este libro quiere, por ello, comprender nuestra historia desde las palabras de sus protagonistas: no siempre desde aquellas que pronunciaron quienes dirigían el gobierno de la nación, sino también desde las de quienes, por azar o fatalismo, recogieron las pulsiones de nuevas realidades -casi siempre conflictivas- y propusieron las claves con las que habríamos de interpretar el Perú en el que hoy vivimos.


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