Designar colores específicos y comportamientos determinados para niños y niñas responden más a imposiciones culturales que naturales.
Designar colores específicos y comportamientos determinados para niños y niñas responden más a imposiciones culturales que naturales.

Por Victor J. Krebs
La tecnología marcó a la humanidad con un optimismo eufórico ante un futuro que se le abría tremendamente prometedor al comienzo del siglo XX. A pesar de las dos guerras, o tal vez precisamente por ellas, creció la tecnología trepidante y sus avances fueron azuzando nuevamente nuestras ansias de progreso y triunfo.

El alunizaje de Armstrong —“un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad”—, el vertiginoso crecimiento de la computación electrónica, (pasando por el teléfono, la televisión y el fax), el avión comercial, el cine, la grabación de sonido, la imagen digital y, finalmente, el mundo virtual, han trazado un camino de graduales y significativas mutaciones. La época presente, con la tecnología digital, ha agudizado ese proceso de manera insospechada y profunda, cuestionando todo lo que había regido nuestras existencias.

Luego de la caída del muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría, asistimos a su transformación en la defensa de los derechos humanos y, más recientemente, la defensa de la ecología y el ambiente, del mundo animal, y en los logros del feminismo y del movimiento LGTBQ, entre muchos otros. La crisis no solo quiebra y termina algo, sino que genera o engendra algo nuevo también.

¿Colores innatos?
Una joven pareja, que esperaba su primer bebe, se propuso darle un nombre que fuese el mismo para hombre y para mujer para evitar, decían, definir —desde su bautizo— el tipo de persona que tendría que volverse esa esfera de vitalidad que sería su recién nacido. Su comportamiento, sus preferencias, los deseos y las aspiraciones que podría cultivar, todo estaría predeterminado automáticamente por la sociedad en su elección de ese nombre.
Una pareja común podría nombrar a su hija Isabel, por ejemplo, y si ella mostrase una proclividad por los juegos rudos, probablemente la corregirían firmemente para que aprendiese a portarse “como una señorita”. Y si fuese niño y lo hubiesen llamado Roberto y a él le gustase la moda o el ballet, o si mostrase una sensibilidad demasiado delicada, rápidamente sería amonestado, porque “los hombres juegan fútbol y nunca lloran”. Aprendemos todos la misma rima, que cantamos irreflexivamente desde niños: “Arroz con leche me quiero casar, con una señorita… que sepa coser, que sepa bordar, que sepa abrir la puerta para jugar… Con esta sí…”. Somos absolutamente inconscientes de lo que les transmitimos e inculcamos a nuestros hijos haciéndolos cantar así.

Los juguetes tradicionalmente han sido divididos para niños y niñas y reproducen roles asumidos culturalmente.
Los juguetes tradicionalmente han sido divididos para niños y niñas y reproducen roles asumidos culturalmente.

Género y religión
Pero ¿qué razonamiento puede ser el que supone que el nacer con un pene o con una vagina ya define el tipo de ser humano que de ahí crecerá? Decidir que uno debe atar a un género al bebe desde que nace, simplemente, sobre la base de su aparato genital es una aberración de la que recién nos empezamos a percatar. Sus consecuencias han sido funestas para nuestra cultura. Debería haber tantos géneros como hay singularidades humanas, y lo diferente debería acogerse en vez de marginarse o reprimirse o exterminarse. Esta aberración que ata el género con el sexo biológico ha obligado a vivir una mentira a muchos durante toda la vida, y a sufrir con lo que esa autonegación acarrea.

Sexo y sexualidad
Y así como confundimos el sexo con el género, confundimos también el sexo con la sexualidad u orientación sexual. ¿Por qué debe la orientación sexual corresponder con el sexo con el que uno ha nacido? ¿Qué decir de todos aquellos que aman a personas de su mismo sexo? A los que piensan que se trata de una elección voluntaria se les debe repetir, una y otra vez, que no es una opción, que la persona descubre su sexualidad de igual modo como descubre que su corazón no para de latir. Si no, ¿quién en su sano juicio escogería una sexualidad que lo condena al ostracismo social y la violencia homofóbica?
Algunos serán prontos en responder que es claro que la Biblia condena la homosexualidad. ¿Por qué no sería eso simplemente un reflejo de la época, como por ejemplo la ley del talión que ella condona? Hace poco en Arabia Saudita, por ejemplo, se condenó a un joven de 24 años, que apuñaló a otro, a ser paralizado de la cintura para abajo. ¿Ojo por ojo y diente por diente? ¿Por qué no nos horroriza igualmente la historia de todos los niños que han vivido sus vidas con el corazón paralizado por tener que vivir las vidas que se les ha decretado en lugar de la deseada, por prejuicios, convenciones y dogmas?
¿Y no es acaso el mismo Dios que creó a los heterosexuales el que creó a los bisexuales, a las lesbianas y a los homosexuales? ¿Los creó por error? ¿Para castigarlos? ¿Por qué asumimos que alguien con genitales masculinos tiene que querer estar con una mujer, o viceversa?

Ni la sexualidad, entonces, ni el género tienen nada que ver con los roles binarios de la procreación. Reducirla en el ser humano de ese modo es tanto como ignorar los múltiples y diversos universos que somos capaces de crear inspirados por todas las formas del amor. El ser humano es un ser misterioso, lleno de fuerzas y energías incógnitas que no obedecen a leyes estrictas, sino que van constituyéndolas por su propia lógica, y escapan a la voluntad humana. ¿Qué sabemos nosotros de ese milagro que es un ser vivo y encarnado, de la multiplicidad que encierra su naturaleza, de la sacralidad de su cuerpo con todas sus opacidades y complejidades? ¿Qué derecho tenemos de decidir por cualquier individuo el camino de su existencia?

¿El sexo solo sirve para la procreación?
La idea de que el sexo sirve solo para procrear se basa en una demonización del placer y del cuerpo surgida en la época medieval. Es una opinión absurda en nuestra época, cuando muchas parejas se unen sin querer procrear, sino solo para encontrar en el sexo una forma de profundizar en su amor. Solo una doctrina oscurantista considera al cuerpo como una maldición de la cual uno debería protegerse o separarse.

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