Las redes sociales están cambiando el significado de lo público y lo privado. Ya nada es lo que parece.
Las redes sociales están cambiando el significado de lo público y lo privado. Ya nada es lo que parece.
/ Wachiwit
Franklin Ibáñez

En las sociedades democráticas contemporáneas, solemos entender de modo intuitivo y claro la separación entre espacio privado y público. Lo privado corresponde al lugar de las preferencias y actividades personales que solo me competen a mí. Solíamos igualarlo al mundo doméstico. “Mi casa es mi castillo” o “Nadie puede entrometerse en mis asuntos personales”. Lo público, en cambio, consiste en aquello que compete a todos. Si las consecuencias de ciertas preferencias y actividades afectan a otros o a la ciudadanía general, se convierten en asuntos de interés general. Ilustremos: si me divierte coleccionar armas de plástico, el asunto es mío, pero recolectar las reales se vuelve una cuestión pública, pues sus consecuencias atañen radicalmente a la convivencia.

La ley fija los límites entre lo público y lo privado. “Si el derecho protege mi afición a las corridas de toros o la pornografía, ¿qué más da que otros me critiquen?” Pero la cuestión no es tan simple. La demarcación es dinámica. Lo que hoy es un asunto privado ayer fue público. ¡Y viceversa! ¿Y mañana? ¡Quién sabe! En la Biblia, aparecen condenas al adulterio que, en nuestro contexto actual, solo calificaría como un vicio privado. En Juan 8, los fariseos le recuerdan a Jesús que la infidelidad era un asunto público y que la responsable merecía el apedreamiento. Los legisladores, por su parte, podrían proscribir la tauromaquia y “espectáculos” semejantes aduciendo razones de interés general: producen sufrimiento a los animales e, indirectamente, a quienes se consideran amantes de ellos.

¿Cómo fijar los límites correctos? No existe respuesta definitiva. Depende de las razones morales y legales de la sociedad y su época. Por siglos, el maltrato a la mujer concernía solo al marido. Nuevamente: mi casa es mi castillo. Pero hoy la dignidad de la persona y su protección es uno de los principios morales más aceptados por diversas sociedades y culturas. Las diferencias con tu esposa no son personales si conllevan el maltrato. Son públicas. Como acuñaron las feministas: lo personal es político.


La doble vida de un funcionario

Imagínese un funcionario que ensaye esta defensa frente a una crítica a su estilo de vida: “Lo que yo haga con mi vida es asunto personal mientras no repercuta en mi actuar como servidor público”. Los griegos no comprenderían tal argumento. Ellos, como la mayoría de pueblos y culturas en la historia, no entendían la división entre público y privado que expusimos arriba. Tal separación es moderna. Para los griegos y buena parte del sentido común vigente, el carácter moral, en que residen la virtud y el vicio, es uno solo. No puedo ser virtuoso en privado y vicioso en público, ni al revés. La persona es una sola; la ética, también.

Pero ¿es imposible ser corrupto y buen padre simultáneamente? Sí ¿O al revés? También. Existen padres amorosos que incumplen sus deberes como servidores públicos y correctos funcionarios que son irresponsables en tanto padres. Ambos casos son factibles solo ocasionalmente. Acostumbrarnos a ello no es recomendable ni sostenible; es más, en el largo plazo, podría conducirnos a una suerte de esquizofrenia moral: ser unos en privado y otros en público. En el fondo: simples hipócritas.


Consejo para los políticos

Recordemos que los políticos compiten por el respaldo popular que eventualmente se materializará en votos y cargos. ¿Es justo que se les imponga una exigencia moral superior al resto? Depende del propio estándar del elector. Pero yo preguntaría: ¿por qué no? Los políticos deberían representar lo mejor de nosotros, no la mediocridad promedio. Si necesitamos a los mejores, debemos también exigirlos y elegirlos, como dirían los griegos a los aristócratas (recordemos que aristoi significa ‘los excelentes y los virtuosos’, no los adinerados).

Investigaciones actuales en filosofía de la mente arrojan luces y algún consejo para quien pretenda el favor del pueblo. Por ejemplo, en la cultura contemporánea, tratamos de mostrarnos felices en público, aunque en el fondo estemos tristes. “Es que, como nadie quiere a los perdedores, mejor luzco como triunfador”. Pero ese razonamiento es insano o, al menos, discutible.

Para comenzar, exhibirme bien cuando me siento mal es emocionalmente costoso. Aparentar lo que no soy, en psicología como en moral, acarrea una dosis de deshonestidad, ansiedad, frustración y la eventual posibilidad de que otros me descubran. Esto lo vuelve ineficiente. La mejor manera de parecer bueno en público es habituarse a ser bueno en privado, incluso cuando nadie me ve.

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