Resumamos en dos los problemas filosóficos relacionados a la mentira: uno epistemológico, y otro más bien ético o sobre la bondad, permisividad o necesidad de algunas falsedades. Me centraré en cuestiones éticas, pero digamos algo sobre el primero.
—El problema de la definición—
¿Qué es mentir? Parece simple, pero no lo es, al menos para la discusión filosófica y que el Diccionario de la lengua española recoge parcialmente. Por ejemplo, guarda una compleja relación con el engaño. Ante todo, mentir es afirmar como verdadero algo que el propio hablante sabe falso. Pero también es posible señalar algo verdadero para inducir al error y, al revés, una falsedad también puede conducir al acierto.
Analicemos dos versiones de un ejemplo de san Agustín. Existen dos caminos: uno seguro y uno peligroso. Una persona que sospecha que soy mentiroso me pregunta cuál seguir. Versión uno: me cae mal. Si le doy la información verdadera diciéndole que el camino riesgoso es el que realmente es seguro, él la considerará falsa y, por tanto, tomará precisamente el peligroso asumiéndolo fiable. Será engañado con una verdad. Versión dos: me cae bien. Le entrego información falsa que él ahora asumirá como verdadera. Será inducido a la verdad, coger el camino que sí debe, con una mentira.
Luego, se añaden los tecnicismos odiosos y reales que todos hemos escuchado —¿o aprovechado?—, como “callar no es mentir”, “solo no dije toda la verdad”, etc. Estas consideraciones importan al evaluar la gravedad ética de la mentira. Pero asumamos que mentira y engaño son sinónimos y que consisten en la voluntad de hacer creer a alguien como verdadero lo que es falso. Pasemos a su examen ético. ¿Toda mentira es inmoral?
Kant sostiene que si cada uno juzga cuándo la consecuencia de la mentira es lo suficientemente valiosa, caeríamos en el relativismo.
—San Agustín y Kant—
La tradición cristiana siempre encontró detestable la mentira, frente a la cual existe su propio mandamiento condenatorio. San Agustín jugó un rol decisivo en reprobar los engaños. Fue consultado más de una vez si se podía mentir en defensa del Evangelio. Respondió: “Ni se debe conducir a nadie a la salvación eterna con la ayuda de la mentira, ni convertirlo a la buenas costumbres por las malas obras de quien lo convierte”, pues “así no se convertirá a las buenas costumbres, sino a las malas”. ¡Aprenderá a engañar! Conversor y converso normalizarán la mentira y el embuste.
Kant también suscribe una postura radical. Para él, la corrección de las acciones no depende de los efectos de estas. Por ejemplo, parece razonable que, frente a un apuro económico, uno razone así: “Puedo prestarme dinero para pagar mi hipoteca sabiendo que no podré pagar la nueva deuda, pues, de lo contrario, perdería mi casa”. Kant sostiene que, si cada uno juzga cuándo la consecuencia es lo suficientemente valiosa —en este caso, evitar perder mi casa—, caeríamos en el relativismo. Cada uno mentirá cuando le conviene. Pero no debería ser así. Más bien, una persona ética procura que su acción sea universal. “¿Puedo desear racionalmente un mundo donde cada vez que alguien se sienta económicamente urgido recurra al engaño?” No. Si acepto la mentira a mi favor, debo aceptar que otros también la practiquen. Entonces, mejor eliminarla para todos.
Añadiría Kant que el engañador no reconoce la humanidad de su víctima. En el ejemplo de la estafa, se aprovecha de ella, la trata como si no fuera digna. No le importa que el posible prestamista tenga planes y deseos. Solo considera los propios. Estafar a una persona para apoderarse de su dinero es equivalente a romper una alcancía, pues se manipula al prestamista como un objeto con dinero. Engañar se resume en tratar a las personas como cosas. Llamemos deontológico al enfoque de Kant y de san Agustín. Para ellos, la mentira es mala, sin dispensas.
—Mill y el sentido común—
Sin embargo, el sentido común comprende que algunas excepciones parecen razonables. Por ejemplo, ¿qué hacer frente a un asesino evidente que nos interroga sobre la ubicación de su posible víctima? La ética utilitarista, defendida por Mill, juzga correcta la acción que conduce al bien mayor. Frente al caso concreto, Mill admitiría adecuado engañar al criminal. Probablemente, casi todos concordaríamos con ello. Pero este criterio no debe confundirse ni trivializarse. Nótese que la mayor parte del tiempo mentimos para provecho personal. El utilitarismo sostiene que no se trata de analizar qué escenario me conviene más a mí sino a la sociedad —tal vez incluso a la humanidad—.
Con todo, la mentira altruista o por el bien común es solo excepcionalmente buena. La regla común es, más bien, evitarla, pues daña y debilita las relaciones sociales. Como aconseja Savater en su famosa Ética para Amador: “La mentira es algo en general malo, porque destruye la confianza en la palabra —y todos necesitamos hablar para vivir en sociedad— y enemista a las personas”.
La mentira entre individuos puede ser asunto de ellos, pero en asuntos públicos es un problema de todos. No siempre es más grave en boca de los políticos y funcionarios públicos, pese a que sobre ellos pesan más las exigencias de transparencia y honestidad, pues se ocupan profesionalmente de la república o “cosa común”. No por ello debemos excusar a empresarios, medios de comunicación, líderes religiosos o todo aquel con capacidad de influenciar en la opinión pública —por ejemplo, empresarios y políticos implicados en el caso Lava Jato, o el de falsos y ocultos aportes de campaña—. Ellos nos deben una disculpa pública y evidente propósito de enmienda.