Entre 1979 y 1983, salíamos de la dictadura militar, recuperábamos la democracia y manteníamos una crónica crisis económica. Por entonces, los lectores de la revista “Monos y monadas” se sentían representados con cada golpe humorístico contra el poder: las columnas de Nicolás Yerovi, Luis Freire o Toño Cisneros, las caricaturas de Carlín y Alonso Núñez, los personajes de Juan Acevedo, entre otros miembros del llamado Comité Divertido como Lorenzo Osores, Rafo León, Fedor Larco o Mario Zolezzi.
Pero compartiendo con el feroz y coyuntural humor político, había otros dibujos que sobrecogían por su humor negro. Eran los trabajos de Marisa Godínez, que daba cuenta de su cotidiana experiencia doméstica. Una joven madre que cuestiona los roles asignados socialmente a las mujeres. Un tema invisible por entonces, y que nadie se animaba a tocar y menos desmontar.
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“Tras la puerta. Dibujos (1979-1983)”, recientemente publicado por Lunwerg, recupera todos estos dibujos de lúcido humor y añade un inédito trabajo poético que refuerza su denuncia. “Fue extraño –recuerda la autora–. Al jubilarme, saqué la plumilla para volver a dibujar, y mientras dibujaba, me dio por escribir. Mirando mis dibujos antiguos, encontré una conexión entre ellos. Son dibujos de una época de mi vida, pero que siempre siguen presentes”.
— Escribirlos con tantos años de distancia supone volver a sintonizar con aquella sensibilidad...
Para mí no fue difícil. Cuando te jubilas, encuentras un espacio de silencio, donde empiezas a escucharte.
— Tu libro recupera tu obra gráfica producida entre 1979 y 1983, parte de tu historia y de la historia del humor gráfico en el Perú. ¿Qué recuerdas de la experiencia de “Monos y monadas”?
“Monos...” estaba hecho, de los pies a la cabeza, por hombres. Dibujantes, escritores, etcétera...
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— Un Club de Tobi…
Exacto. Ahora que lo veo, era medio raro: yo vivía encerrada en mi mundo doméstico. Estaba bien alejada de la política. Pero cuando me invitaron a participar, me dio mucha alegría. Iba a dejar de pensar, por un rato, en qué cocinar, qué comprar, si lavaba o planchaba, porque ese era mi mundo entonces. Recuerdo que ponía mi cartulina, mi pluma, y a mis hijos un juego de ludo para que me dejaran dibujar. Fue una oportunidad que se abrió y la aproveché. Los temas provenían de mi vida, de lo que me estaba pasando. No sé manifestarme artísticamente de otra forma. Salieron de mi inconsciencia: dibujos de humor negro con los que representaba el rol de una mujer impuesto por la sociedad. Situaciones que llegaban al extremo. Me fijaba mucho en el dibujo, en la composición, en el ritmo, en el espacio en blanco. Era mi deleite. Mientras el resto de la revista miraba el mundo masculino-público, en un rinconcito yo miraba el mundo de una mujer tras la puerta. Era una situación muy injusta para las mujeres en mi época, porque detrás de la puerta también había violencia. Y no había quien nos defendiera, a quién reclamar. El Estado Peruano no se hacía cargo entonces. Ahora puedes poner una denuncia, por lo menos. Ese era el mundo de las mujeres y teníamos que aguantar. Era un espacio de mucha soledad.
— ¿Cómo era el ‘feedback’ en el interior de la revista? ¿Eras la ‘rara’ del equipo?
No lo sé. Nunca fui a ninguna reunión, salvo en las fiestas de aniversario o el cumpleaños de alguien. Yo mandaba mis dibujos desde mi casa. Alguien me preguntó si era yo quien hacía esos dibujos tan terribles, con “la cara de buena” que tenía.
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— ¿El machismo en los sectores de izquierda era tan fuerte como en el lado más conservador?
Cuando a raíz de mis dibujos me llamó el Centro Flora Tristán para trabajar con ellos, encontré mi camino de salida. Recuerdo haber comentado ese tema con mis amigas, que habían sido militantes. Y, efectivamente, me decían que eran ellas las que preparaban el café, las que arreglaban los locales, como si fueran las anfitrionas. Eran los roles que la sociedad nos asignaba. Nosotras, desde chiquitas, vestidas de rosado. Ellos, educados para proveer y mandar. Creo que eso todavía persiste, aunque más disimulado. En los jóvenes se ha reducido mucho, pero todavía queda camino por recorrer.
— Quien ve tu trabajo imagina el vínculo con el surrealismo. ¿Qué vínculo asumes con esta corriente?
Efectivamente, sí encuentro un vínculo. Me encantan los surrealistas, como Magritte por ejemplo. Era un trabajo no racional, un mundo que tenía que ver con lo onírico. Esa fue mi formación en la Universidad Católica, con Winternitz como profesor.
— En tu trabajo hay también una crítica al rol materno y la relación con nuestras madres...
Es muy interesante y difícil de explicar. Lo primero que cuestionamos muchas feministas es nuestra relación con nuestra madre. Por ahí comenzamos a desentrañar la madeja. Ella representaba lo que ya no querías ser, pero tampoco tenías un modelo a seguir. Caminabas sin norte, adivinando. Lo único que queríamos era salir de la casa familiar. Y, a veces, salías de Guatemala a Guatepeor. Nos pasó a muchas. Nosotras asumíamos la maternidad sin escogerla. No se nos ocurría entonces decir: “No quiero ser madre”. Era algo que no se nos pasaba por la mente. Yo cuestiono todo eso. Que ser madre sea lo único que puedes hacer en la vida. Y encima te convencen de que tienes que ser feliz. Y como no lo eres, te sientes culpable. Es un lastre del cual tuvimos que deshacernos. La maternidad a veces es dolorosa y difícil. Es una palabra muy grande que hay que desmontar.
La presentación de “Tras la puerta” con la autora será el miércoles 27 de noviembre a las 7 p.m. en la librería El Virrey.