[Ilustración: Manuel Gómez Burns]
[Ilustración: Manuel Gómez Burns]


Estoy en el cuarto del niño iluminada por una lucecita celeste, veo mi pezón que lo sacia a cada sorbo. Mi marido, me acostumbré a llamarlo así, fuma afuera, puedo escuchar el soplido del humo a un ritmo regular, fffff, fffff. El bebé se atraganta con mi leche y lo inclino sobre mí para que eructe, ese aire que queda atrapado en su estómago, aire de mi leche, aire de mi pecho, aire de mi interior. Después del eructo cae en peso muerto, le cuelgan las manos, los párpados se espesan, su aliento se aletarga. Lo acuesto abrazado a mi bufanda y mientras lo enrollo, Isadora Duncan. Quién tiene qué vida. En qué cuerpo estás. Dejo de escuchar el humo entre los dientes de mi cónyuge. Tiro el pañal pesado. Camino hacia el ventanal, siempre juego a que lo atravieso y me corto entera, siempre quiero cruzar mi propia sombra. A punto de estrellarme, me detengo, abro. Afuera mi marido larga un chorrazo color mate, puedo ver las gotas calientes y amarillentas sobre la chapa del garaje dibujando una cascada. Se da vuelta, me sonríe con las manos en el sexo laxo y chorreante y apaga el pucho que tiene en la boca con su cascada de pis. ¿Miramos las estrellas? Nunca supe cómo explicarle que no me interesan las estrellas. Que no me interesa lo que hay en el cielo. Que no me importa su telescopio que ahora lleva con dificultad al fondo del terreno, casi en la bajada al bosque. No quiero contarlas, descubrir sus formas, ver cuál es más brillante, saber por qué se llaman las Tres Marías o el collar de perlas o la cacerola con mango largo. Él instala su joya de tres patas. Mi marido es un tipo entusiasta. ¿Ves el collar de perlas? Sí, cariño. Mirá esos puntos luminosos, titilantes, ¿no querrías comerlos con la vista?, son tan chiquitos, y pensar que en verdad son masas enormes. No, pensé, no me gustan las distorsiones. Ni ópticas ni sonoras, ni sensoriales, ni olfativas, ni cerebrales, no me gustan los objetos negros del cielo. A mí me llenan de energía, dice. Mirá esa constelación y tratá de saltar de una estrella a la otra como si cruzaras un puentecito de troncos movedizos... ¡y mirá esa cara, como de esqueleto! Su exaltación me hace daño. Me abraza por el hombro. Hace meses que no nos abrazamos. Tampoco nos damos la mano, llevamos el cochecito o levantamos al bebé. ¿Ves la Osa Mayor y la Osa Menor? Sí, claro, digo y lo abrazo, pero mis ojos se detienen en el hueco sin estrellas, en la ausencia de luz. Frente al reto del cielo oscuro que tenemos encima de nosotros, cualquier noche... ¡Un cometa!, gritó y me desabrazó de la emoción. No lo vi pasar. Hay que estar atento, solo es posible verlos cuando están cerca del sol y por un período corto de tiempo. ¿Pudiste ver su recorrido?, preguntó molesto. Acto seguido, encendió un pucho, la cosa es lograr orientarse en el cielo. Mirá ese grupo de estrellas, seguí una línea imaginaria, ¿ves?, no es más difícil que leer un mapa de autopistas y seguir la línea troquelada para no ir a caer al mar. Me pareció que el niño lloraba, pero todas las noches lo oigo llorar y cuando me acerco el silencio es total, como si se hubiera grabado un fragmento de su llanto y se reprodujera solo. Pero a veces no oigo nada.

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novela
Matate, amor
Ariana Harwicz
Editorial: Animal de Invierno
Páginas: 156
Precio: S/ 39,00

Estoy sentada en el sofá, a pocos metros de su cuarto, mirando un programa de intercambio de parejas, niñeras a medida, o pintándome las uñas, cuando mi querido se aparece con el calzón medio bajo y me dice: ¿por qué no deja de llorar?, ¿qué quiere?, vos sos la madre, tenés que saber. No sé qué quiere, le digo, ni la menor idea... ¿No te relaja la luna? Acercate al lente, mirala hoy porque no será la misma mañana, esos cráteres grises, me dan ganas de comerla ¡o de fumarla! Yo miré la luna, pero en realidad recordé el sonido del llanto, mi cuerpo segregando, impaciente porque pare de llorar. Los consejos que me dio aquella joven asistente social a domicilio cuando mi suegra la llamó alarmada: «Si tu niño llora tanto como para terminar con tu entereza y sientes que estás a punto de perder el control, huye. Entrégale el niño a otra persona y vete a un lugar donde puedas recobrar el sentido y la calma. Si en cambio te encuentras sola y no hay posibilidad de dárselo a nadie, huye igualmente. Deja al crío en un lugar seguro y aléjate unos metros. Tendrían que existir por estos pagos las santiguadoras, esas aldeanas que por el mismo precio le quiebran el empacho a tu tipo y el llanto caprichoso a la guagua. Me hubiera gustado estar en el Apolo, ¿me escuchás?, o en cualquier misión al espacio exterior..., ¿me seguís? En el Apolo mirando la Tierra alejarse... ¡Shhh! ¿Llora? ¿Dónde ves que llore? ¡Te estoy hablando de la luna! La luna es como ustedes, le gusta ocultarse, dice, y yo pienso en los paseos en brazos horas y horas con diferentes coreografías, del agobio al llanto, del llanto al agobio, pienso en ese animal fiero que es un hijo, en eso de llevar tu corazón con el otro para siempre. Hasta que se hartó, cerró el telescopio y lo llevó al garaje a guardarlo junto con sus herramientas, el tractor de mi suegro y la canoa con sus remos. El bebito, como lo llaman mis suegros, no lloraba, el silencio de su habitación era tal que tuve que tocarlo para ver si vivía. Entonces volví a la sala con el ventanal, caminé derecho hacia el reflejo y, justo antes de atravesarme, abrí. Mi marido fumaba otro, había abierto su segundo atado mientras insultaba por igual a la luna y a mí. Vi su humo ciñéndolo y me intimidó. Lo más agresivo que me dijo en siete años fue «hacete ver». Yo le dije en el primer mes de noviazgo «date por muerto». Nos quedamos parados uno al lado del otro sobre la helada, el agua del pasto tiñéndonos. Los pies acuosos. La tierra revuelta por los topos eran cráteres. Él ya no miraba hacia arriba, yo menos. Igual me pareció que un cometa pasó sobre nosotros, breve como todo. Después nos fuimos a dormir cada uno a su cama. Ya me acostumbré a dormir sola y atravesada en esta casa que antes era un tambo, con lo que sea que eso pueda significar. Cualquier cosa forma una familia, largué, mientras se me iban los ojos.

[Foto: difusión]
[Foto: difusión]

vida & obra

Ariana Harwicz (Buenos Aires, Argentina, 1977)

Estudió Guion Cinematográfico en la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica, Dramaturgia en la Escuela de Arte Dramático. Más tarde obtuvo una licenciatura en Artes del Espectáculo en la Universidad París VIII y un máster en Literatura Comparada en La Sorbona. 

     Su primera novela, Matate, amor, fue publicada en 2012. Al año siguiente apareció Tan intertextual que te desmayás, una novela-ensayo escrita en colaboración con Sol Pérez. Además es autora de otras dos novelas: La débil mental ( 2014 ) —editada por el sello peruano Animal de Invierno en 2016— y Precoz ( 2015 ).


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