Por: Pedro Cornejo
Latinajos que iluminan
Etimológicamente la palabra corromper proviene del latín corrumpere. Dicho término está compuesto por el prefijo con (convergencia, reunión) que muta a cor (por asimilación al estar en contacto con una raíz que comienza por r) y por rumpere, cuyo significado es ‘romper, quebrar, partir, hacer pedazos’. De modo, pues, que corromper hace alusión, originariamente, a la acción conjunta de romper, hacer pedazos o quebrar. No es casual, pues, que el Diccionario de la Lengua Española consigne ‘alterar y trastocar la forma de algo’ como la primera acepción de corromper. Y, como segunda, ‘echar a perder, depravar, dañar o pudrir algo’. Solo en tercer, cuarto y quinto lugar aparecen los significados que habitualmente le damos (‘sobornar a alguien con dádivas o de otra manera’, ‘pervertir a alguien’, ‘hacer que algo se deteriore’) y que, en realidad, derivan de las dos primeras acepciones. Esta reflexión no apunta, por cierto, a naturalizar la corrupción moral pero sí a reconocer que es parte de la condición humana. No obstante, así como el ser humano es corruptible también es perfectible (o eso nos empeñamos en creer) y esta es la tarea ética fundamental: la de alcanzar la excelencia (areté era la palabra griega) como individuo que está integrado dentro de una sociedad. Ya Platón denunciaba amargamente la extendida corrupción en Atenas y elevaba la voz para poner en evidencia el escándalo que suponía condenar a Sócrates “por corromper a los jóvenes”. Precisamente a Sócrates que, a juicio de Platón, era el más intachable y probo de los hombres de su época.
Juego sucio
No deja de ser una ironía que, en el reciente pandemónium suscitado por los llamados “audios de la vergüenza”, los protagonistas sean justamente representantes del Poder Judicial, esto es, aquellos que deberían ser la encarnación de la decencia y honorabilidad moral. Por otro lado, es lamentable que no se dimensione verdaderamente lo que está en juego en este penoso asunto. Porque no se trata simplemente de que haya habido coimas, mentiras y malas prácticas, sino que, a través de ellas, se ha echado a perder lo que constituye la argamasa de la que está hecha una sociedad moderna: el respeto por uno mismo y por el otro. En efecto, corromper significa degradar al prójimo a la condición de simple instrumento para un beneficio egoísta. Y dejarse corromper supone permitir que ese daño nos sea infligido. En ambos casos, y para citar a Kant, los involucrados no se tratan a sí mismos como fines sino como medios. Incurren, de ese modo, en la falta ética por excelencia, de la cual se derivan todas las demás.
Reforma sin reformadores
Se podrá decir que la corrupción ha existido desde el inicio de la civilización —recordemos la frase de Rousseau: “el hombre es bueno, es la sociedad la que lo corrompe”— y que lo único relativamente nuevo en este asunto es que los trapos sucios han sido exhibidos públicamente. Pero tal constatación no deja de ser un triste consuelo para una sociedad en la que, como decía González Prada, “donde se pone el dedo, brota la pus”. Pus que parece no terminar de salir nunca de este cuerpo social enfermo, cuya regeneración requiere mucho más que sanciones civiles o penales. Requiere de una reforma radical de la educación en todos sus niveles, algo que, contradictoriamente, deben conducir quienes, teniendo el poder, carecen de autoridad moral para hacerlo. Porca miseria.