En 1991 el cineasta experimental Jonas Mekas publicó su diario bajo el título de Ningún lugar adonde ir. En él narra los múltiples infortunios, vicisitudes y tribulaciones por los que pasó desde que, en 1949, tuvo que abandonar su Lituania natal hasta que se estableció en Nueva York, donde se convirtió en una de las figuras prominentes de la contracultura de los años sesenta del siglo pasado. Pero, más allá de eso, el libro es una reflexión sobre la experiencia del exilio y el sentimiento de nostalgia que le es consustancial: “Pienso, mientras contemplo el Atlántico embravecido, intentando racionalizar y justificar mi alejamiento de Europa, que tal vez sea eso lo que diferencia a los hombres de los animales y las plantas: el hecho de que este puede y tal vez debe arrancarse de la tierra que lo vio nacer para crear una cultura. Lejos de la Tierra, el Paraíso o el Útero, hacia la cultura...”. Y en otro pasaje señala: “No tengo absolutamente ningún lugar adonde ir, ningún lugar hacia donde correr. A fin de cuentas, sería idiota que se apure alguien que hizo tanto camino desde Lituania. En diez años podría encontrarme en un lugar completamente distinto y no importaría en lo más mínimo. Una vez que se abandonó el hogar, uno ya no está más en casa”.
De eso trata precisamente la nostalgia, un estado o temple de ánimo que no por casualidad el filósofo alemán Martin Heidegger identificó con la filosofía al recordar, en Los conceptos fundamentales de la metafísica ( 1983 ), una frase de su coterráneo, el poeta romántico Novalis: “La filosofía es, en realidad, nostalgia, un impulso de estar en todas partes en casa”. El término nostalgia proviene de dos vocablos griegos (nóstos: ‘regreso’, ‘retorno’ y álgos: ‘dolor’), pero la palabra fue acuñada solo a fines del siglo XVII por el médico suizo Johannes Hofer para describir un mal que afligía a los mercenarios en las largas travesías militares: la melancólica añoranza del hogar, el deseo frustrado de volver a la tierra natal.
Como refiere el escritor y crítico musical británico Simon Reynolds en su libro Retromanía ( 2011 ), la nostalgia tenía inicialmente una connotación espacial: “Era el dolor del desplazamiento”. De forma paulatina se transformó también (y principalmente) en una emoción temporal: una apesadumbrada remembranza de una extraviada y mítica “edad dorada” de la vida individual o colectiva.
La teórica y novelista rusa Svetlana Boym, autora de El futuro de la nostalgia ( 2001 ), distingue entre nostalgia restauradora y nostalgia reflexiva. La primera se caracteriza por un amargo rechazo de toda novedad y de todo cambio, pero también por la ilusión de dar marcha atrás en el tiempo para restaurar algún viejo orden o antiguo régimen político. La nostalgia reflexiva, en cambio, es personal y se sitúa en el ámbito de la triste y neblinosa ensoñación que tiene como objeto un pasado idealizado e irrecuperable. Como señala Reynolds: “Existir en el tiempo es sufrir un exilio interminable, la sucesiva separación de los preciosos escasos momentos en los que uno se sintió en el mundo como si estuviera en su casa”.