“La guerra es la continuación de la política por otros medios”. Pocas frases han tenido tanta resonancia como esta, formulada por el militar, historiador y teórico prusiano Carl von Clausewitz ( 1780-1831 ) en su célebre y póstumo libro titulado De la guerra ( 1832 ). En él, analiza la naturaleza del conflicto bélico abordándolo desde distintas perspectivas: táctica, estratégica, política y filosófica.
De hecho, la formación autodidacta de Clausewitz no fue óbice para que estudiara en profundidad la obra de Kant, cuya epistemología ejerció importante influencia sobre su pensamiento, independientemente de las notorias diferencias de sus posturas en relación a la guerra y la paz. Para Clausewitz, estaba claro que la finalidad de una guerra era vencer al adversario en una lid cuyo provecho para el triunfador dependía de que la otra parte fuera derrotada (y reconociera explícitamente su derrota), de modo tal que la guerra tuviera un fin, se restableciera el equilibrio geopolítico y pudiera retornarse a la dinámica consensual de la política.
Pero ¿qué ocurre con la guerra cuando algunos de los prerrequisitos considerados por Clausewitz no se cumplen? En un ensayo titulado “Pensar la guerra” (incluido en su libro Cinco escritos morales), Umberto Eco subraya los cambios sustanciales que el siglo XX introdujo en la noción de “guerra”. Como señala el pensador italiano, “con el descubrimiento de la energía atómica, de la televisión, de los transportes aéreos y con el nacimiento de varias formas de capitalismo multinacional” se han verificado algunas condiciones que vuelven imposible que las guerras se resuelvan de acuerdo con las pautas vigentes hasta la primera mitad del siglo XX.
En primer lugar, las armas nucleares han dejado en claro que una conflagración bélica “no tendría vencedores, sino un único perdedor: el planeta”. Por otro lado, las guerras ya no son protagonizadas por adversarios organizados en bloques nítidamente delimitados y enfrentados. Los aliados de ayer pueden ser —y, de hecho, son en muchas ocasiones— los enemigos de hoy, y los actores secundarios no solo son numerosos, sino que juegan un rol decisivo pero, con frecuencia, ambiguo. Como observa Eco: “Ahora, en la guerra, cualquiera tiene al enemigo en la retaguardia, cosa que ningún Clausewitz habría podido aceptar”.
En tercer lugar, como argumentó Michel Foucault en su Microfísica del poder, este ha dejado de ser monolítico para volverse difuso, fragmentado, disperso. En consecuencia, “la guerra no enfrenta ya a dos patrias”, afirma Eco. Coloca, más bien, en competencia infinitos poderes —sobre todo, económicos— cuya razón está más allá de la lógica de las potencias nacionales. Según Eco, la guerra ha dejado de ser una suerte de juego de ajedrez para convertirse en “un sistema paralelo”, en el que “cada célula de la red reacciona según los propios intereses”, que no coinciden necesariamente con los de los supuestos contendientes principales.
La conclusión de este razonamiento es que “al desafiar todo cálculo decisional, la guerra está perdida para ambos”. Es decir, puede haber un “ganador” temporal, pero la redistribución de los poderes no corresponderá a la voluntad de los rivales, por lo cual “la guerra se prolongará en una dramática inestabilidad política, económica y psicológica” que solo podrá producir una política beligerante y hostil.