En un ensayo titulado Sobre lo nuevo, el filósofo y teórico del arte Boris Groys señala que “en las últimas décadas, el discurso sobre la imposibilidad de lo nuevo en el arte ha sido especialmente difundido e influyente. Su característica más interesante es un cierto sentimiento de felicidad, una cierta satisfacción interna” que está asociada con la liberación de la carga que suponía ser históricamente innovador, y la oportunidad que ofrece para escaparse de la asfixiante atmósfera del museo y del compromiso que implicaba inscribir la propia obra dentro del canon de la historia del arte.
Y es que, como refiere el pensador alemán, “escaparse del museo significa convertirse en algo popular, vivo y presente fuera del círculo cerrado del establecido mundo del arte, fuera de las paredes del museo”. Desde esta óptica, es comprensible que muchos artistas se hayan volcado hacia la realidad social, la identidad cultural y la expresión de sus deseos, independientemente de que el resultado de sus indagaciones sea históricamente nuevo.
Lo que importa, agrega Groys, es “mostrarse realmente vivos y reales, en oposición a las construcciones históricas abstractas y muertas representadas por el sistema de museos y por el mercado del arte”. Desde luego, esta voluntad iconoclasta no es algo reciente. De hecho, existe en la modernidad una fuerte tendencia a oponerse a la tradición representada por instituciones como los museos, las bibliotecas, los archivos históricos y, en general, todo aquello que encarna un pasado que se considera muerto. El correlato de ello es una intensa reivindicación de la vida presente y futura. No es casual que los artistas modernos se refieran frecuentemente al museo como “cementerio del arte”. En tal sentido, la muerte del museo significaría la vivificación del arte.
No obstante, como sostiene Groys, las cosas no son tan sencillas, porque es la misma dinámica interna de las colecciones de los museos la que empuja a los artistas “a introducirse en ‘la realidad, en la vida’ y a hacer que el arte parezca como si estuviera vivo”. Esto ocurre porque el museo no es algo adyacente a la historia del arte.
Por el contrario: el arte se redefine constantemente en relación con lo que el museo considera digno de figurar dentro de sus colecciones. Los artistas posteriores al surgimiento de los museos modernos son conscientes de que están construyendo una obra a favor o en contra del museo, pero siempre ineludiblemente en relación con él. E, incluso si su intención es destruir el museo, saben que tal vez terminarán siendo incluidos dentro de alguna de sus colecciones.
De cualquier forma, concluye Groys, el comportamiento de los artistas modernos está influenciado por el conocimiento de dicha posibilidad y esto afecta su manera de hacer arte. El museo, por su lado, se nutre de lo que sucede más allá de sus muros, es decir, de aquellas obras de arte que tienen sus raíces en la vida real. Que estas se anquilosen y pierdan su aura vital al ser cosificadas por el museo es materia de una reflexión que va más allá de lo que pretenden estas líneas.