Primero, todas las personas estamos sujetas a normas morales, de las cuales algunas coinciden con la ley. Existen unos mínimos de convivencia que nadie debería transgredir, como el asesinato y el robo, entre otros delitos. Todos estos faltan gravemente a la moral, por lo que no son tolerables, y el derecho debe vigilarlos celosamente. Sin embargo, existen otros comportamientos reprobables que la ley no penaliza, como las mentiras. Si se castigasen, todos acabaríamos en la cárcel.
No obstante, sí existen algunas formas de engaño peligrosas para la convivencia, como la estafa o el perjurio. Nótese, entonces, que no todas las faltas éticas se amonestan legalmente, sino solo aquellas consideradas graves. Quien legisla fija límites —siempre revisables y perfectibles— entre unas y otras.
Éticas aplicadas
Segundo, si bien todos debemos observar esos mínimos comunes, otras exigencias éticas se nos pueden imponer razonablemente debido al rol social que ocupamos, la profesión que ejercemos, los compromisos personales que adquirimos, etc. Se espera que un deportista profesional sea disciplinado, coma sano y se mantenga en forma. Lo mismo no se exige de un funcionario público. Este último puede hacerlo, pero no está obligado a ello. Esperamos que Paolo Guerrero mantenga una dieta estricta, pero no lo reclamamos de un congresista. Un padre de familia debería ser amoroso con sus hijos, pero un funcionario, no necesariamente para con sus administrados. Los debe respetar y atender diligentemente, mas nadie espera que los ame.
Como se deduce de los ejemplos, notamos que a diversos roles sociales corresponden distintas expectativas éticas.
Moral en la función
Tercero, ¿qué se espera de un funcionario público? En una monarquía o gobierno despótico, no existen ciudadanos, sino súbitos. El regente o las élites del poder gobiernan a su antojo. El cuerpo de funcionarios públicos es su aliado asalariado. No sirve a la población, sino a quien se sirve de ella.
En cambio, en un Estado democrático y republicano pleno, gobernantes y aparato público se deben a la ciudadanía. Además, dichos roles se adquieren voluntariamente. Nadie ha sido forzado a ser funcionario público. Por ello, tiene sentido exigir a este deberes especiales que la hinchada no exigiría a un futbolista ni los hijos, a un padre. ¿Cuáles? Entre algunos fundamentales, conviene citar uno: honrar las instituciones públicas de las que se forma parte, pues estas representan a la ciudadanía.
Códigos con valor legal
Cuarto, hace años se promulgó la Ley del Código de Ética de la Función Pública. Fija unas normas morales cuya transgresión puede sancionarse administrativamente, aunque no siempre de forma penal. No estoy de acuerdo con toda la redacción de aquella ley; tampoco, con todos los usos o abusos que padece. Pero sí considero importante que la ética eventualmente dé lugar a sanciones. Un funcionario público puede mentir a sus compañeros del deporte o a sus hijos. De descubrirse la mentira, ya verán ellos cómo sancionarlo. Es un asunto privado. En cambio, un funcionario que miente a la institución o cuya mentira arrastra a la institución al descrédito convierte tal actuación en un asunto público.
Quinto, por todo lo anterior, la mentira que atenta contra la función pública merece una sanción. Esta puede variar desde una amonestación simple hasta una suspensión, según el grado del embuste y sus consecuencias. Incluso, en casos muy graves, el engaño puede ser tipificado como delito, como señalamos arriba al mencionar la estafa y el perjurio. Es saludable, entonces, que algunas mentiras sean finalmente sancionadas por quien administra la justicia y no queden solo en el reproche ciudadano.
Colofón
La Ley del Código de la Ética de la Función Pública fue promulgada en 2005. Según este documento, “se entiende por función pública toda actividad temporal o permanente, remunerada u honoraria, realizada por una persona en nombre o al servicio de las entidades de la Administración Pública, en cualquiera de sus niveles jerárquicos”.