Pedro Cornejo

Comencemos con una perogrullada: desde los años ochenta del siglo XX, asistimos al final de la utopía, y no porque —como anunciara Herbert Marcuse en 1967— el sueño de una sociedad libre, justa y reconciliada consigo misma se haya hecho realidad en virtud del desarrollo tecnológico alcanzado por la civilización occidental. Por el contrario, lo que ha ocurrido es que el anhelo de una sociedad futura perfectamente organizada en función del bien tanto individual como colectivo ha desaparecido del horizonte de la humanidad.

Esto se debe al descrédito de ciertas utopías que devinieron auténticas pesadillas al trasladarse del plano ideal a la realidad pura y dura. A consecuencia de ello, el término utopía ha perdido sus credenciales como proyecto deseable aunque de muy difícil realización (como reza en el Diccionario de la lengua española) para convertirse en sinónimo de quimera, fantasía, cuando no de simple desvarío, de ahí que se haya consolidado la idea de que su origen etimológico se encuentre en el vocablo griego outopía, que quiere decir literalmente ‘no-lugar’ o ‘no existe tal lugar’, olvidándose de que también remite a la expresión helénica eutopia, cuyo significado es ‘buen lugar’. El filósofo renacentista Tomás Moro era consciente de la ambivalencia del término cuando lo acuñó en su clásica obra titulada precisamente Utopía ( 1516 ).

En su libro El alma del hombre bajo el socialismo ( 1891 ), Oscar Wilde afirmaba que “un mapamundi que no incluya Utopía ni siquiera merece un vistazo”. Y, a la luz del cínico pragmatismo, desoladora indiferencia o pasivo conformismo con los que afrontamos los múltiples y apremiantes problemas de nuestro tiempo, tal vez tenía razón. En efecto, como señaló el sociólogo, filósofo y urbanista estadounidense Lewis Mumford en su Historia de las utopías ( 1922 ), “cualquier comunidad posee una reserva de potencialidades, en parte enraizadas en su pasado, vivas todavía aunque ocultas, y en parte brotando de nuevos cruces y mutaciones que abren el camino a futuros desarrollos”. Se deduce, entonces, que existen, para las sociedades humanas, distintas alternativas a aquella consagrada por el statu quo, así como una variedad de objetivos además de los que son inmediatamente visibles. Y justamente una de las cualidades más importantes del pensamiento utópico es que conlleva “una crítica implícita a la civilización que le sirve como trasfondo”.

Otra virtud de las utopías clásicas es, según Mumford, que consideran “la sociedad como un todo y les hacen justicia, al menos en la imaginación, a la interacción entre el trabajo, la gente y el espacio, y a la interrelación entre las funciones, las instituciones y los propósitos humanos”. Finalmente, aquello que proyecta una utopía puede ser fruto de la imaginación, pero su capacidad movilizadora ha sido poderosamente real. Se podrá decir que las utopías son irrealizables por definición, pero existen como puntos de referencia, como dispositivos de orientación sin cuya aguja magnética tal vez no seríamos capaces de viajar de forma inteligente. Y, si alguien dice, con desdén, que las utopías solo existen sobre el papel, habría que recordar que, como señala Mumford, lo mismo puede decirse sobre los planos de un arquitecto, y no por eso dejan de construirse casas.

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