Rousseau
Rousseau

Por: Pedro Cornejo
Decía Rousseau (1712-1778) que el hombre es bueno por naturaleza y que la sociedad es la que lo corrompe. Afirmación tan socorrida sigue siendo, no obstante, una de las piedras de toque del debate ético. En efecto, el filósofo ginebrino sostenía que, junto con el amor a sí mismo, el sentimiento de piedad (o de compasión) —que hace que al hombre le repugne el sufrimiento ajeno— era uno de los sentimientos básicos inherentes a la naturaleza humana. El economista y filósofo Adam Smith (1723-1790), por su lado, aunque políticamente distante de Rousseau, reivindicaba también la simpatía —es decir, la compasión— como el sentimiento moral primordial del ser humano, entendiéndolo en su sentido etimológico original procedente del griego sympatheia, donde el prefijo syn significa ‘con’ y el término pathos remite al hecho de padecer una acción.

Sentir simpatía por el prójimo significa, entonces, solidarizarse con su sufrimiento. No sentir pena por él, sino sentir pena con él.

No obstante, la segunda parte de la tesis de Rousseau plantea una idea inquietante, pues nos dice que esa bondad natural se transmuta, bajo el influjo de la socialización, en vicios morales, como la codicia, la hipocresía, la indiferencia, la alienación, etc. Al revés de lo que pensaba el filósofo inglés Thomas Hobbes (1588-1679), para quien, por naturaleza, “el hombre es un lobo para el hombre”, Rousseau creía que es la civilización la que lo convierte en tal cosa. En efecto, la desigualdad y sus negativas consecuencias sociales son, para él, el resultado del surgimiento de la propiedad privada. Esta tendría su origen en el robo, es decir, en la apropiación ilegítima, exclusiva y excluyente de la tierra, por medio de la fuerza y el engaño, de aquello que, en principio, pertenecía a todos.

Hobbes
Hobbes

La llamada “teoría del buen salvaje”, formulada por Rousseau, parecería largamente superada, pero los conflictos sociales que secularmente azotan a países como el Perú indican que hay en ella elementos que pueden resultar iluminadores. De hecho, los actuales antagonismos —también de larga data— entre las empresas privadas mineras y las comunidades locales en cuyo territorio aquellas pretenden desarrollar sus proyectos revelan que estamos lejos de haber hallado una solución a la problemática relación entre progreso económico y tradición, entre Occidente y las culturas indígenas. En todo caso, aquellos sentimientos de piedad y simpatía parecen estar ausentes de cualquier consideración porque nadie quiere ponerse en los zapatos del otro y activar ese sentimiento de empatía por el ser humano que es indispensable para que un diálogo sea genuino y fructífero. La intransigencia y la negativa a ceder en la defensa de los intereses de cada una de las partes involucradas en el conflicto refuerzan las hostilidades y cierran el paso a un hipotético —y cada vez más lejano— acuerdo. Y de poco sirve invocar con vehemencia la aplicación pura y dura de la ley, cuando esa ley, e incluso la Constitución, es letra muerta si no resulta eficaz para dirimir y, como se decía en castellano antiguo, desfacer los entuertos de una sociedad que parece pedir a gritos un nuevo contrato social.

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