Con el desarrollo de la Revolución Industrial, el capitalismo ingresó en una nueva fase: la de producción masiva de mercancías que requería, asimismo, de un mercado masivo de consumidores. De ese modo, se produjo lo que el teórico estadounidense Edward Shils señaló como uno de los aspectos característicos de los tiempos modernos, a saber, que por primera vez en la historia de Occidente la masa de la población era incorporada a la sociedad.
En efecto, hasta principios del siglo XX, la mayor parte de la población de las sociedades modernas permanecía excluida de la vida económica, social y cultural. La irrupción de las masas generó el surgimiento de lo que desde entonces se conoce como ‘cultura de masas’. Esta pareció realizar los ideales de la modernidad que habían quedado tan radicalmente puestos en cuestión en la primera mitad del siglo XX.
Las economías de los países vencedores de la Segunda Guerra Mundial prosperaban de manera inusitada, las desigualdades sociales se atenuaban, los estilos de vida se nivelaban, la movilización entre las clases sociales se hacía cada vez más fluida y el acceso a la cultura y a la participación ciudadana se democratizaba.
Hasta principios del siglo XX, la mayor parte de la población de las sociedades modernas vivía excluida de la vida económica, social y cultural.
II
Los filósofos alemanes Theodor Adorno y Max Horkheimer, fundadores de la Escuela de Frankfurt y autores del clásico libro titulado Dialéctica del Iluminismo (1944), se opusieron radicalmente a un diagnóstico tan complaciente y a su engañoso corolario. Acuñaron el concepto de industria cultural para hacer referencia justamente al sello indeleble de mercancías producidas en serie que, según ellos, tenían los productos de la cultura de masas. Para decirlo en sus palabras: “La participación, en tal industria, de millones de personas impone métodos de reproducción que conducen inevitablemente a que, en innumerables lugares, necesidades iguales sean satisfechas por productos standard”. Para Adorno y Horkheimer estaba claro que semejante industria solo había podido desarrollarse en un contexto donde el creciente imperio de la tecnología sobre la sociedad se identificaba con el poder de los económicamente más fuertes. Por ello concluían afirmando que “la racionalidad técnica es hoy la racionalidad del dominio mismo”.
III
De ahí que Adorno y Horkheimer consideraran que el objetivo de la ‘cultura de masas’ no era otro que el entretenimiento entendido como dispositivo de control y dominación del trabajador durante su tiempo de ocio: “Si los dibujos animados tienen otro efecto que el de acostumbrar los sentidos al nuevo ritmo, es el de martillar en todos los cerebros la antigua verdad de que el maltrato continuo, el quebrantamiento de toda resistencia individual, es la condición de vida en esta sociedad. El Pato Donald en los dibujos animados, como los desdichados en la realidad, recibe sus puntapiés a fin de que los espectadores se habitúen a los suyos”. Como señaló Umberto Eco en Apocalípticos e integrados (1964), la interpretación de Adorno y Horkheimer era terminal y pesimista porque consideraban que el hombre, en el capitalismo tardío, ha sido derrotado como sujeto pensante; ha perdido, de ese modo, su capacidad de crítica y de resistencia frente a una industria cultural que funcionaba de una manera implacablemente eficaz y que no dejaba resquicio alguno para una recepción personal, libre y diferenciada de sus productos. [Continuará].