¿Por qué es elegida para gobernar una persona a sabiendas de que no tiene las cualidades necesarias o que tiene tendencias autoritarias o que será poco escrupuloso en el manejo de lo público? Tal vez puede darnos algunas luces el estupendo libro El tirano: Shakespeare y la política, de Stephen Greenblatt, que repasa lo dicho por Shakespeare al referirse a nefastos gobernantes como Ricardo III, cuya “villanía es inmediatamente evidente para casi cualquier persona. No hay mayor secreto sobre su cinismo, crueldad y alevosía, no hay atisbo de nada redimible en él, ni razón alguna para creer que podría alguna vez gobernar eficientemente el país”. Este tipo de personas llegaría al poder debido “a una fatal conjunción de respuestas diversas pero igualmente autodestructivas de quienes los rodean. La suma de estas respuestas equivale a la falla colectiva de todo un país”.
—Ingenuos y temerosos—
¿Quiénes y cómo son, según Shakespeare, sus aliados o seguidores? Un primer grupo está compuesto por ingenuos que creen ciegamente en sus promesas y en sus supuestas cualidades, a quienes verdaderamente engaña. Generalmente, son jóvenes con poca experiencia, o personas muy inocentes y simples que no tienen injerencia en el juego de poder y cuyo papel se limita a engrosar las filas de seguidores, para luego convertirse en sus víctimas. Son como el sobrino que Ricardo III mandó matar y que justifica a su tío por una decisión que solo podría haber tomado por error.
También se encuentran quienes se amilanan o se sienten impotentes ante sus demostraciones de fuerza, aquellos que se suman por temor. Sienten que, si no se someten a la voluntad del tirano, corren el riesgo de salir muy mal parados y que, en cambio, si lo hacen, más bien podrían beneficiarse. Existen otros que pasan por alto sus desatinos o que no toman en serio las barbaridades que el tirano dice porque piensan que es un fanfarrón. Posiblemente lo detestan y lo consideran un mentiroso, pero confían en que se puede enmendar. Son quienes normalizan lo inaceptable, quienes se convencen a sí mismas de que el equilibrio de poderes o la oposición van a poder neutralizar al autócrata, quienes confían en instituciones que la historia ha demostrado que son frágiles. Son, por ejemplo, los conservadores que apoyaron a Hitler o aquellos que se aliaron a Bolsonaro para evitar que gobierne nuevamente la izquierda en Brasil, aunque no estén de acuerdo con sus ideas religiosas o con lo que piensa respecto de las mujeres y los homosexuales.
—Los interesados—
Otro grupo está conformado por quienes solo buscan beneficiarse y apoyan cínicamente al déspota a pesar de que conocen perfectamente sus defectos y el peligro que encarna. Encubren sus fechorías o incluso participan activamente en ellas. Están absolutamente convencidos de que sacarán el mejor provecho de su gobierno y de que, cuando ya no les sea funcional, propiciarán su caída para luego sustituirlo. Suele suceder que, a la postre, el tirano cobra sus primeras víctimas entre ellos.
Por último, se hallan quienes no se hacen líos: obedecen órdenes (a veces, con gusto y otras, cerrando los ojos) esperando sacar algún tipo de provecho menor, como ocupar un puesto burocrático o librarse de un rival. Son arribistas de poca monta que siempre buscan acomodarse sea quien fuere el que está en el poder.
—Los admiradores—
En cuanto a los tiranos, las obras de William Shakespeare ilustran el empeño con el que buscan legitimar su autoridad valiéndose del Parlamento o la corte, para lo cual se las arreglan de modo que prevalezca la letra sobre el espíritu de la ley.
La burla al Estado de derecho y la utilización de leguleyadas son harto conocidas en esta parte del mundo: Alberto Fujimori, Hugo Chávez y Evo Morales son algunos ejemplos de presidentes que no tuvieron reparos en modificar las constituciones de sus países para prolongar “legítimamente” su permanencia en el cargo.
Precisamente, son ese tipo de demostraciones de fuerza las que producen una extraña mezcla de sentimientos en las que hay mucho de odio y envidia, pero en las que, al principio, suele primar la fascinación. Como la historia ha demostrado más de una vez, quienes caen rendidos ante la osadía con la que un tirano se hace del poder se cuentan por millones. Se contagian del placer y la excitación del ejercicio impune de la autoridad que —paradójicamente— tendrán también cuando aquel caiga y se liberen el odio y la envidia largamente empozados hacia él.
La historia ha mostrado, en efecto, que los tiranos pueden hacerlo de modo brutal y desenfrenado. No hay sino que recordar la forma en que acabaron Mussolini o Gadafi.
—Los autodestructivos—
No es que los electores voten por un sátrapa porque no saben que lo es. Muchos lo hacen precisamente porque es capaz de hacer lo que se le antoje, bien sea lo mejor para el país y, de paso, para sí mismo. Otros lo saben en el fondo, pero prefieren actuar como si no lo supieran, contagiados por el fervor de sus correligionarios.
Mediante los mecanismos de escisión e identificación proyectiva, categorías psicoanáliticas descritas por Sigmund Freud, se identifican con aspectos “buenos” de los que se benefician personal o colectivamente, y proyectan los “malos” e inaceptables en los opositores, quienes resultan una temible amenaza que se debe suprimir.
Por ello nunca faltan quienes se enfurecen ante la revelación de la corrupción de un gobernante, pero no por indignación, sino porque no ha sido lo suficientemente astuto y ha dejado que lo descubran y puesto en riesgo el statu quo. No es raro que los primeros que sacan a la luz las maniobras turbias de un régimen sean presas fáciles de sus esbirros, quienes los acusarán de extremistas, y de la masa ávida de chivos expiatorios que los denigrarán y desacreditarán. Su pecado es tener la razón demasiado pronto.
No basta, entonces, con exponer las manchas de los candidatos en contienda. Es menester escrutar a quienes lo rodean o promueven en distintas esferas, pero, sobre todo, hacer introspección y preguntarnos cuán inadvertidamente autodestructivas han sido y pueden ser nuestras propias motivaciones para determinar nuestro voto. Hoy es un día propicio para esta reflexión.
La historia
Ricardo III de Inglaterra
Según William Shakespeare, el rey Enrique VII dijo de su antecesor en el trono, Ricardo III: “Realmente, caballeros, era un tirano sangriento y un homicida; alguien criado en sangre, y en sangre asentado”.
¿Lo era? Sí, aunque es bueno aclarar que el Ricardo III de Shakespeare no está exento de la exageración teatral. Concretamente, se sabe que el real, el rey inglés sucesor de Eduardo IV, nació el 2 de octubre de 1452, fue coronado rey el 6 de julio de 1483 y murió el 22 de agosto de 1485,en la batalla de Bosworth. Fue el último rey de Inglaterra en morir en combate.
Ha pasado a la historia como el monarca cruel y traicionero que consiguió la corona con malas artes. Eduardo IV murió tempranamente (se sospecha que de neumonía), y deja a su hermano Ricardo como regente de su hijo mayor y príncipe heredero, Eduardo V, que entonces tenía 12 años. Sin embargo, Ricardo fue un tío poco dedicado. Se las arregló para sacar al niño de la historia al recluirlo a él y a su hermano menor en una alejada torre del castillo. Acusó a su difunto hermano de bigamia para declarar a Eduardo V heredero ilegítimo y, finalmente, ordenó la muerte de todos sus rivales, incluidos sus dos sobrinos.
Los historiadores que han documentado su gobierno destacan entre sus logros la implementación de un sistema de justicia gratuita para los pobres, la libertad bajo fianza para los acusados de delitos comunes, la liberalización de la venta de libros y el establecimiento del inglés como idioma oficial de los tribunales. La muerte de Ricardo III, de la casa de York, significó también el fin de la guerra de las Dos Rosas, que había iniciado su padre en 1455. Enrique Tudor, luego Enrique VII, de la casa Lancaster, lo sucedió en el trono. (NdR)
La teoría Defoucault
Relaciones humanas y poder
El historiador y filósofo francés Michel Foucault afirma que el poder es la posibilidad de modificar con tus acciones las acciones presentes y posibles de otros. El poder, continúa, se parece un poco a jugar ajedrez: nadie tiene el juego en la mente al iniciar, siempre se desarrolla sobre la marcha, dependiendo de las decisiones y reacciones del otro. (NdR)
Cuatro piezas
El poder en la obra de Shakespeare
Los estudiosos de William Shakespeare coinciden en señalar que, en la obra del escritor, hay un conjunto de libros que tratan sobre el poder. Los llaman la primera y segunda tetralogía del poder.
La primera comprende la Primera parte de Enrique VI, la Segunda parte de Enrique VI, la Tercera parte de Enrique VI, y Ricardo III. Se sumerge en la desintegración de la estabilidad política que siguió a la muerte de Enrique V durante el reinado de Enrique VI, el movimiento inexorable hacia la guerra civil y la emergencia de Ricardo III y su poder destructivo.
La segunda está conformada por Ricardo II, la Primera parte de Enrique IV, la Segunda parte de Enrique IV y Enrique V. Examina el periodo de la historia que culmina con el reinado de Enrique V, establece las condiciones y señala algunas de las causas que dieron lugar a los cincuenta años de cataclismos políticos posteriores al que ya había presentado en la primera tetralogía. (NdR)