En la historia de las epidemias se esconden terribles crisis políticas. Una de las más radicales ocurrió en la Edad Media, cuando la peste mató a la mitad de la población europea y socavó el poder de reyes, señores feudales y de la Iglesia, lo que crearía las bases del Renacimiento. Aunque no estamos en ese extremo, la crisis sanitaria generada por el coronavirus revela que muchos gobiernos y organizaciones internacionales que deberían dirigirnos en las calamidades están atravesados por insensatez, contradicciones y hasta por egoísmo.
Es cierto que todavía los buenos consejos de algunos pocos líderes trascienden su localidad, como la franqueza del gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo; las oraciones del papa Francisco desde una Iglesia vacía; y la responsabilidad de los presidentes de Argentina y el Perú.
Pero cada vez es más claro que gobernantes recalcitrantes, como Trump y Bolsonaro no van a dejar de ser necios. Su terquedad no es solo producto de sus obcecadas batallas con los periodistas y del negacionismo científico que alentaron, según el cual los problemas del medio ambiente no existen, las vacunas apenas sirven y la gripe es más importante que la COVID-19.
Además, hicieron oídos sordos a las advertencias médicas sobre epidemias que estuvieron empolvándose en sus escritorios por mucho tiempo. En cambio, abrazaron, por lo menos inicialmente, el discurso de algunos de los representantes de los grandes intereses económicos, quienes sostenían que la economía era más importante que la salud pública. El hecho de que ahora acepten alguna versión de las cuarentenas, envíen mascarillas a los hospitales y alaben los sistemas públicos de salud —que hasta hace poco criticaban— no significa que abandonaron sus convicciones sobre el Estado mínimo. La cooptación de algunos términos científicos tiene un objetivo: disminuir el costo político que la epidemia puede causarles para permanecer en el poder o asegurar su reelección en el futuro.
Una gobernanza sanitaria globa
No voy a negar que el gobierno de China o la Organización Mundial de la Salud tengan intencionalidad política o que estén libres de responsabilidad. El régimen chino que, con métodos más o menos sutiles, quiere ser el próximo imperialismo toleró la existencia de mercados de animales vivos de los cuales el virus migró a los seres humanos y se retrasó en comunicar la intensidad del contagio. El error de la OMS —no tiene poderes supranacionales y, como toda burocracia, quiere subsistir—, fue tardarse en criticar abiertamente las medidas parciales de control a la COVID-19.
Sin embargo, es justo y necesario reconocer que China se rectificó, y que la OMS tiene una rica trayectoria profesional de solidaridad que indica que puede reformarse para, entre otras cosas, evitar la caótica persecución de equipos médicos que ahora enfrenta a las naciones. Si surge un mundo mejor después de la epidemia, debería tener en sus fundamentos una renovada cooperación multilateral, el control de las ambiciones de cualquier potencia y una verdadera gobernanza sanitaria global. No se puede desear lo mismo para el negacionismo científico, el autoritarismo conservador ni para el neoliberalismo económico, sea salvaje o domesticado.
En 2005, el epidemiólogo inglés Michael Marmot creó el concepto de determinantes sociales de la salud para entender los factores estructurales que sustentan la mayoría de enfermedades. Entre ellos figuraban la poca educación, la pobreza, el desempleo y el acceso limitado a los servicios médicos. Mejorar la educación es clave ahora porque la desinformación y la negación de la ciencia, consentidas por muchos líderes políticos, es uno de los vectores del coronavirus. Algunos años después, Marmot propuso que había determinantes políticos de la salud, que eran las fuerzas que impedían que se resolviesen los sociales, como los intereses creados alrededor de la privatización de la salud y la persistencia de las inequidades.
Así como en las epidemias del pasado, la COVID-19 nos asusta y precipita un duelo que se hubiera podido evitar. Pero también las epidemias pueden descubrir héroes, forjar nuestra resistencia y despertar una esperanza: el anhelo de que superemos la crisis de dirección de la política mundial y que se creen nuevos liderazgos que obedezcan no solo a la razón sino también a la justicia social.
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