Les contaré una historia. Una escritora joven, no tan joven en realidad —ya saben que con la crisis económica nos gusta llamar jóvenes a los treintañeros, porque de jóvenes a emergentes y de emergentes a no remunerados hay tres pasitos muy cortos y muy beneficiosos para los bolsillos de muchos— le pregunta a su editor: “Y mi novela, finalmente, ¿en qué fecha se presenta?”. Y ese editor, todos lo conocen —miento, ustedes no lo conocen, pero sus palabras son de una naturaleza tan común que pese a no conocerlo él les es, de hecho, conocido— responde a nuestra escritora: “No te lo digo, que te pondrás nerviosa”. La escritora, que es también conferenciante, que vive, no se lo creerán, de hablar en público, se siente confundida y perpleja: ¿cuándo ha surgido esa fisura salvaje entre el yo proyectado y el yo percibido? ¿Cuándo comenzó a convertirse en una brecha magnífica, a metamorfosearse hasta dar lugar a ese “no te lo digo, que te pondrás nerviosa”?
Les contaré otra cosa. ¿Han escuchado alguna vez la expresión anglosajona elephant in the room? Se trata de una locución de origen literario muy del gusto del periodismo actual, especialmente en temas sociopolíticos; es difícil, si no imposible, encontrar un diario que no la haya empleado en titulares o frases destacadas en los últimos dos años. Ese ubicuo elefante en la habitación proviene de un relato humorístico de Mark Twain sobre dos detectives incapaces de ver un elefante blanco que resulta estar —ajá— en la misma habitación que ellos. En lo que concierne al lenguaje periodístico, la expresión se emplea para designar verdades evidentes que son ignoradas de forma voluntaria, obviedades que se escoge no mencionar para evitar la deriva que supondría dicha mención. Pero todos sabemos que están aquí, a nuestro lado, respirando e inflamándose bajo su rugosa dermis paquidérmica.
Ahora, les confesaré algo. El editor piensa que nuestra escritora, mujer mayor de treinta años, es, pese a todo, una niña. Una niña que, como tal, se mantendrá siempre impresionable —al margen de su capacidad para impresionar—, tímida —al margen de su destreza para intimidar—, e insegura —al margen de su aparente seguridad—. Por eso estima oportuno decidir por ella qué información poner a su alcance. Ni nuestra escritora ni su editor van a hablar de nada de esto en voz alta: ella porque las ramificaciones de esa conversación le resultan nauseabundas, él porque no cree que haya nada de qué hablar. Así que esas ocho palabras, no-te-lo-digo-que-te-pondrás-nerviosa, se transfiguran inmediatamente en un flamante elephant in the room, una presencia ineludible que, sin embargo, todos van a eludir. Lo cierto es que la habitación de nuestra escritora está llena de elefantes, así que uno más apenas se nota. Hay decenas, qué digo decenas, cientos, de todos los tamaños: unos apesadumbrados, otros histéricos, joviales, algunos recién nacidos y otros viejísimos, de huesos anquilosados como el ancla herrumbrosa de un naufragio del siglo pasado, todos hacinados, congestionando el espacio, impidiendo el libre movimiento.
Y por fin, un día sucede algo: otras escritoras, otras mujeres, todas muy distintas y a la par forzosamente parecidas a nuestra escritora, quedan en un café. Y una de ellas, animada por la compañía, por saberse entre quienes serán capaces de entender sus palabras, anuncia al resto: Hay un elefante en mi habitación. Las demás, que algo sospechaban, dan rienda suelta a sus impresiones: “Pues en mi cuarto también los hay, son inmensos”; “Pues mi casa parece un criadero de elefantes”; “Pues yo he comenzado a verlos hace poco”; “Pues a mí ya no me dejan ni levantarme de la cama”.
Una de ellas, legítimamente inspirada, escribe un artículo sobre sus elefantes, esas verdades incómodas que nadie menciona, pero todos saben. Muchas la aplauden y pronto llegan más textos, se gesta todo un diálogo al respecto de los elefantes, las redes sociales y los medios de comunicación se llenan de reflexiones sobre ellos. Nuestra escritora, por supuesto, pone su granito de arena. Se siente en deuda, interpelada, unida a todas esas mujeres por la ristra de elefantes compartidos, igual de deseosa que el resto de hacerlos desaparecer. Nuestra escritora redacta algunas notas sobre sus elefantes, varias se publican, son muy bien recibidas, tienen gancho las frases que las pueblan, un torrente de verdades que por fin empieza a encontrar oídos en los que verterse. Entonces, nuestra escritora recibe la llamada de un conocido programa radiofónico. Se trata de un programa sobre literatura del que ella misma es fiel oyente. Por él han pasado autores y autoras con quienes le encantaría conversar. Es el propio presentador el que llama —cuánta emoción, ¿lo hará con todo el mundo?— y las palabras salen de su boca como diamantes recién tallados: Nos encantaría contar con tu presencia en el programa. Nuestra escritora está exultante.
El día señalado agarra varios ejemplares de su novela, la repasa en busca de su capítulo más experimental, de mayores virtudes formales, piensa en algunas cosas que podría decir sobre ella, acaba armando todo un discurso intelectual. Una vez en el estudio le calzan unos auriculares gigantes, ella mira en derredor, espera la primera pregunta con efervescencia en los ojos. Vamos allá —el presentador parece un tipo la mar de agradable—, ¿cómo son entonces esos elefantes que dices haber encontrado en tu habitación? Nuestra escritora nota algo en el pecho, un pálpito impreciso y desagradable. “Lo cierto —responde con la boca pequeña— es que pensaba que, dado que es un programa de literatura, querríais hablar sobre mi novela”. El rostro del presentador, un hombre en efecto agradable, ni mejor ni peor que otros hombres que pululan por la vida de nuestra escritora, adquiere de pronto un rictus desapacible, como de almuerzo en mal estado. Desconcertado, la mira y responde: “Disculpa, ¿qué novela?”.
*María Bastarós conversará con Nicole Fernández, Alia Trabucco y Pilar Quintana en la mesa “#MeToo” el 9 de noviembre, a las 16:00, en la Biblioteca Mario Vargas Llosa.