Yohann Turbet Delof
Yohann Turbet Delof

Un evento siempre debe ser más que un evento. En el caso de la Fiesta de la Música, impulsada en 1981 por el Ministerio de Cultura de Francia, todas las calles, desde los pueblos hasta las metrópolis, se llenan de música una noche entera, sin restricciones ni límites, sin separar a los profesionales de los aficionados. Ello reviste un significado excepcional: se afirma que el espacio público pertenece a todos; se reconoce que todos los artistas contribuyen a la creatividad cultural del país; y se posiciona la cultura como elemento esencial para construir la identidad de una nación y su proyección a futuro.

El Perú ha elegido compartir esta voluntad de crear un escenario gigantesco a cielo abierto. En todo el país, son más de cien conciertos que este fin de semana han construido una red inédita de mil notas, tantas veces ensayadas o improvisadas.

La Fiesta de la Música nos recuerda que el espacio público es mucho más que una acumulación de desplazamientos individuales, prácticos y útiles. Es ahí donde “hacemos sociedad”, donde nos encontramos, nos descubrimos, luchamos para defender nuestras opiniones, dialogamos, levantamos la mirada para descubrir al otro.

En esta oportunidad, los poderes públicos utilizan inteligentemente las normas para incentivarnos a conformar la sociedad en la cual soñamos. Lo hacen de manera casi subversiva: autorizan el ruido; levantan las restricciones de horarios; promueven las agrupaciones espontáneas; confían en los ciudadanos para compartir un momento de alegría, solidaridad y encuentros. Nos topamos con el mejor del rol del Estado: asegurar libertades; promover las identidades plurales; proteger la sociedad como un conjunto unido, respetuoso y orgulloso de su diversidad; y levantar barreras para que se puedan expresar los ciudadanos y compartir sus talentos.

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