El planeta entero debe cobrar conciencia de la labor de rescate que es necesaria, si no queremos hacer del planeta un lugar inhóspito para la especie.
El planeta entero debe cobrar conciencia de la labor de rescate que es necesaria, si no queremos hacer del planeta un lugar inhóspito para la especie.
Victor Krebs

No hay vuelta atrás. Después del , será otro el mundo en el que vivamos. Así como todo cambió a partir del 11 de septiembre en el 2001, hoy —a mucho mayor escala, por supuesto— enfrentamos un suceso que cambiará nuestras vidas en muchas otras cosas más vitales que aquellas que nos cambió el ataque a las Torres Gemelas. El mundo va a tener que reestructurarse, nuestras vidas a reconstituirse; nuestras costumbres, prácticas, nuestras relaciones, nuestros placeres, nuestras prioridades, todo cambiará; todo se verá afectado. Nada será igual.

Sin embargo, nos encontramos todos en negación. Ansiamos retornar a la vida que la pandemia nos ha suspendido. No podemos concebir un futuro en el que los chicos no vayan a sus clases y los adultos a sus trabajos; en el que no podamos reunirnos con los amigos o la familia, o salir al cine, a las fiestas, o a los restaurantes. No hacemos sino prepararnos para cuando re-comencemos, y pronto. Pero la gravedad de la situación empieza ya a llegarnos y empezamos a vislumbrar, de a pocos, la dislocación global y la tragedia.

Estamos acostumbrados en nuestra cultura materialista a mirar al mundo como un objeto, disponible para todos los caprichos de nuestra voluntad. Y ni qué decir de nuestra época digital, la cual —permitiéndonos satisfacer todas nuestras necesidades y cumplir todos nuestros deseos inmediatamente—, nos ha hecho incluso más egoístas. “Dueños y señores del mundo” nos aseguraba, triunfalista, René Descartes, el célebre padre de la modernidad. Y Newton, en el siglo XVII, establecía la mentalidad científica (que ya es la nuestra), de acuerdo a la cual a la naturaleza no había que verla “como un sabio maestro” del cual aprender, sino, más bien, como un testigo hostil a quien es necesario arrancarle todos sus secretos. Es claro que se los hemos arrancado. Pero la gran pregunta es qué estamos haciendo con ellos.

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A fines de los ochenta, los Kogi (la última civilización sobreviviente precolombina de América, alejada del mundo civilizado por casi 500 años), invitó a Alan Ereira, reportero de la BBC, para hacernos llegar un mensaje. En él, ellos nos advertían que “el corazón del mundo” estaba enfermo y que nosotros estábamos matándolo. Como era de esperar, la advertencia pasó desapercibida en medio de la vorágine imparable de nuestras vidas modernas. Cuarenta años más tarde, observamos, aun sordos y adormecidos, el desastre en que hemos convertido al planeta. Y no paramos.

Ni los incendios, ciclones, volcanes y terremotos; ni los glaciares y picos derritiéndose y desmoronándose; ni el sufrimiento por las inundaciones y los huracanes cada vez más destructivas... nada nos hace recapacitar. Seguimos avanzando impertérritos. Y ahora, es la pandemia del coronavirus la que nos visita. ¿Estaremos a la altura? ¿Tomaremos conciencia? Todo parece indicar que no será así.

Cuando cayó la banca hace unos años, se levantó el movimiento que inició Occupy Wall Street, contra la inequidad económica y social, la codicia, la corrupción, y los monopolios corporativos; pero no pudieron contra el sistema, la inercia, la inacción y la resistencia al cambio. Bastó inyectar más dinero para permitirle al desfalleciente sistema financiero recuperarse, para avanzar con nuestras vidas en la misma dirección otra vez. Con igual inconciencia volvimos a las mismas prácticas, las mismas costumbres, incluso —ahora, ya sin prudencia o pudor— más confiados y prepotentes, seguros de poder abatir cualquier amenaza.

El 11 de setiembre del 2001, el grupo terrorista Al Qaeda derribó las Torres Gemelas de Nueva York. (AFP PHOTO SETH MCALLISTER).
El 11 de setiembre del 2001, el grupo terrorista Al Qaeda derribó las Torres Gemelas de Nueva York. (AFP PHOTO SETH MCALLISTER).
/ SETH MCALLISTER

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Hay crisis que son ocasiones para un cambio de vida. El coronavirus ha detenido al mundo, y ha quebrado, efectivamente, “el frenético torbellino” que envolvía nuestras vidas, por el que siempre andamos corriendo, angustiados y abrumados, siempre ausentes de las cosas que más nos deberían importar. Y tomamos conciencia, otra vez, de lo insignificante que somos frente a la contingencia. Un solo pestañeo de la naturaleza bastaría para desaparecernos del planeta. Pero, aun así, con el mundo detenido, seguimos actuando como si esto fuese una peste más de las que siempre ha superado la humanidad, resintiendo las limitaciones que autoridades responsables nos imponen e intentando continuar, a como de lugar, con nuestras vidas como antes.

Las pestes, decía Camus, nos muestran que todos los tiempos son el fin de los tiempos. Pero poder ver esto, comprender lo que realmente significa, requiere que empecemos a ver lo que está pasando no solo como un problema sobre el que nuestra ciencia y tecnología triunfará otra vez, sino como un recordatorio, un signo que nos exige reflexión profunda y un radical cambio.

El mundo se ha detenido, nos esta obligando a cesar en nuestra locura. Ha sido necesaria una plaga que nos amenace a todos, y no solo a los que viven la pesadilla de la guerra, o a los miles que mueren de hambre y de pobreza, o los que mueren en manos de tiranías e injusticia. Nos está confrontando a todos los que habitamos el globo, y en tiempo real, con el vacío. Nos es difícil soportar tanta realidad. Horror vacui. Todo el mundo está evitando el aburrimiento, inventando mil cosas para distraerse, llenándose de actividades y proyectos, impacientes y aferrados a la fantasía de recuperar la normalidad. Pero esa normalidad —se tiene que hacer evidente— no puede ya, no debe continuar. Tenemos todos que cambiar nuestras vidas, desde las cosas mas pequeñas e insignificantes hasta las más fundamentales. El planeta entero debe cobrar conciencia de la labor de rescate que es necesaria, si no queremos hacer del planeta un lugar inhóspito para la especie.

Cuando por fin nos percatemos de lo que está pasando, y si quizás nos encontremos rodeados de muerte y sufrimiento, tal vez solamente ahí recién abramos los ojos.

En medio de toda esta oscuridad, sin embargo, empezamos a buscar conexión y a valorar la presencia del otro. Finalmente nos estamos mirando a los ojos, viéndole otra vez la cara a nuestros seres amados que, por el diario vivir tan agitado, ya casi ni reconocíamos. Los mismos medios digitales que, debemos reconocerlo también, nos han malogrado —Facebook, Instagram, Facetime, Skype, Zoom y tantas otras aplicaciones— ahora ellos mismos nos ofrecen el modesto consuelo de poder vernos, aunque sea a través de una pantalla. (¿Qué haríamos en estos momentos si, de pronto, colapsase el mundo virtual?)

Este desastre global nos sitúa, una vez más, frente al abismo. Estamos viviendo el peligro todos juntos, como una sola especie. Tenemos que reaccionar cada uno con una sola conciencia. Más que nunca son necesarias la solidaridad, la empatía, el reconocimiento del otro como prójimo y no solo como un medio, una amenaza ajena y un peligro. Como decía Zizek, comentando sobre la crisis financiera del 2008, un cambio de paradigma económico sería necesario para resolver la crisis. Pero ¿cómo sería el mundo sin capitalismo? ¿Qué mundo podría ser ese?

CODA

Para Kierkegaard la prueba más trascendental del ser humano es encontrar el coraje de cambiar lo que ya no sirve, de renunciar a lo familiar para acoger lo desconocido. Es decir, es necesario dar un salto al abismo en la esperanza o la fe de que, aunque no lo podamos concebir, encontraremos un nuevo camino.

Saber vivir la catástrofe significa un cambio de rumbo, radical y colectivo. Parece una faena imposible. Pero ¿no somos acaso capaces de tener fe en el otro y en uno mismo? De ser así, no solo habremos vencido al virus, sino que estaremos mejor preparados para enfrentar a todas las demás plagas que, lo sabemos ya, acechan a nuestro futuro.


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