En su conocido libro titulado El hombre mediocre (1913), el intelectual argentino José Ingenieros denunciaba la mediocridad como uno de los males más preocupantes que enfrentaba la cultura occidental de principios del siglo XX. Y la definía “como una ausencia de características personales que permiten distinguir al individuo en su sociedad”. Los hombres mediocres, continuaba Ingenieros, son indiferentes: “La sociedad piensa y quiere por ellos. No tienen voz sino eco. No hay líneas definidas ni en su propia sombra, que es, apenas, una penumbra”. Más de cien años después, el filósofo canadiense Alain Deneault advierte, en su ensayo Mediocracia (2018), que la mediocridad ha dejado de ser una tara cuyo origen se encuentra en la vulgaridad y el conformismo de ciertos individuos y se ha convertido en un fenómeno sistémico que es funcional al orden económico, social y político en el que vivimos.
La palabra mediocre procede del latín mediocris, un vocablo compuesto por los términos medius (medio, intermedio, central) y ocris (montaña). Mediocris, en consecuencia, aludiría, etimológicamente, al que se queda a mitad de la montaña, es decir, a media altura. De ahí la primera definición que ofrece el Diccionario de la RAE: “de calidad media”. Esta mediocridad que, para Ingenieros, constituía la negación de la excelencia se ha extendido por todos los niveles de la sociedad contemporánea transformándose en una suerte de ‘medida’ o ‘estándar’ de lo que está ‘bien’. “La mediocracia —señala Deneault— nos anima de todas las maneras posibles a amodorrarnos antes que a pensar, a ver como inevitable lo que resulta inaceptable y como necesario lo repugnante”. Un ejemplo de ello es la categoría de ‘sobrecalificado’ que se le endilga al aspirante a un empleo cuando sus aptitudes ‘superan’ las que la empresa cree necesitar para un cargo determinado. Es decir, cuando el susodicho es ‘demasiado’ bueno para el puesto. No conviene, en efecto, destacar por encima del promedio o tener virtudes (como la honradez) que pueden entrar en colisión con las metas de la compañía. Ni siquiera las universidades —supuestos emblemas de la excelencia— escapan a este proceso de adocenamiento. Lo pueden decir los profesores que, en lugar de dedicar su tiempo a la investigación o preparación de clases, deben emplearlo —so pena de sanción— rellenando formularios o elaborando engorrosos informes administrativos.
El origen de esta mediocracia se retrotrae al momento en que los profesionales se convirtieron en ‘recursos humanos’, y el trabajo en un medio de supervivencia en el que lo que único que importa es la utilidad y rentabilidad de los resultados en detrimento de la calidad o excelencia de todo el proceso de realización. De ahí la acotación que hace el filósofo canadiense: “Mediocridad no es sinónimo de incompetencia. Uno puede ser un mediocre muy competente, es decir, aplicado, servil y libre de todas las convicciones y pasiones propias. En ese caso, el futuro es suyo porque las instituciones de poder son reacias a codearse con personas comprometidas política y moralmente o que sean originales en sus pensamientos y métodos”. Llegamos así a un escenario impensado, donde la mediocridad no solo no es combatida ni deplorada, sino que es fomentada y promovida por el mismo sistema. Un sistema que Deneault denomina precisamente mediocracia.