Mientras que el país se viene abajo, mi hija hace lo que haría cualquier niño un domingo al borde del abismo: juega con una caja. Es grande, de cartón, de esas que llevan adentro algo digno de ignorar. El mejor juguete siempre es el empaque.
Jugar bajo techo con una caja vacía es una actividad segura y sensata para un menor en Lima. Además de la escasez de espacios públicos, se ha vuelto tristemente razonable considerar la posibilidad que afuera la atropellen o que acabe frente a la bala perdida del robo de hoy. Síntoma de vejez acelerada es empezar a decir esto no era así.
La mía debe haber sido de las últimas generaciones que de niños saludaba sin miedo a la policía. Y que tenía como feliz zona de influencia un pampón en San Miguel. Ahí la oferta de diversión mecánica, novelera y cachivachera por excelencia se llamaba la Feria del Hogar. Han pasado 60 años desde que se le tuvo que ocurrir a un sueco que Lima necesitaba un espacio así.
El nombre de este sueco era Gösta Johansson, pero se lo cambió al venir al Perú. Había enviado cien cartas a empresas ferreteras pidiendo ser su representante en América Latina. Le respondieron diez. Cambió su apellido por Lettersten: diez cartas.
Su primer evento fue la Feria del Pacífico, octubre de 1959, en los predios de la Pera del Amor. Los países del mundo exhibían sus mejores tesoros metalmecánicos en la tierra de los incas, con añadida vista al mar de Magdalena. A principios de los sesenta, a base de deudas, se hizo de un gran terreno en San Miguel. Lo pagó gracias a una idea genial: cavó un hueco y vendió la arena.
A principios de los sesenta la idea se transformó en la Feria del Hogar. Los stands eran más baratos, también más pequeños y en mayor número; esto hizo la oferta de productos más familiar. Coronaba esta conexión el eslogan perfecto, creación de su también brillante hijo Teddy: “Te llama la llama”.
Este comercial, protagonizado por el propio Teddy Lettersten, lo dice todo.
Espontáneamente se empezó a establecer un poderoso vínculo emocional entre los visitantes y la feria a través de sus detalles aparentemente más insulsos.
Por ejemplo, la degustación gratuita de canelones con tuco en pequeños recipientes plásticos. O de caldo de pollo en vasito. Visitar con sonrisa anticipada el Salón de los Espejos o el Tagadá, ese inductor mecánico a la náusea. Había gozo al forzar asombro ante atracciones fantásticas como la Mujer Ranita. Y se celebraban con patriotismo las primeras incursiones animatrónicas criollas de los simuladores del Amazonas, el del Colca y uno de Alien que atemorizó infantes un húmedo invierno sanmiguelino de 1979 con aquello de que en el espacio nadie puede oírte gritar.
El Gran Estelar, espacio ferial de conciertos masivos que brilló con grandes como Celia Cruz, Héctor Lavoe y Charly García, entró en declive tras la infeliz presentación de Servando y Florentino, en 1997. Mientras estos infelices pateaban a los bomberos que auxiliaban a las 60 mil ilusas que los habían ido a ver, cinco chicas morían asfixiadas. Cholitas aguantadas, fue el triste epitafio con el que estos hermanos venezolanos se refirieron a su público peruano.
La estocada final vino de manos de un alcalde, al que le gustaba todo lo amarillo. En 2003 una ordenanza municipal tasajeó el terreno ferial atravesándolo de calles. Un troceado ideal para el negociado inmobiliario.
Sesenta años después, una anodina tugurización comercial ocupa lo que antes era la feria. El alcalde amarillo está con impedimento de salida del país. Es domingo, mi hija juega con una caja y está contenta. Pero no es difícil imaginarla aún más feliz si pudiera conocer la rara delicia del canelón gratuito con rueda de Chicago de fondo.