Por: Pedro Cornejo
Faltan dos días para que millones de cristianos celebren la Navidad. Buen motivo para repensar cómo se configuró la identidad del cristianismo entendido como “la verdadera religión del Dios verdadero”, un título que solo se consolidó varios siglos después del nacimiento de Jesús, evento que constituye el centro de la celebración que tiene lugar todos los 25 de diciembre.
Una interpretación distinta
Ser reconocido como una religión (del latín religio) no fue nada fácil para el cristianismo. De hecho, a principios del siglo II
d. C., los intelectuales latinos ‘paganos’ seguían considerándolo una superstición (del latín superstitio). Para entender cómo se produjo esa inversión de valores es preciso remontarse a la etimología de la palabra religio cuyo significado más antiguo —anterior a la aparición del cristianismo— no es religare (‘unir’, ‘vincular’), como se suele suponer, sino religere (‘recogerse’, ‘marcar un tiempo de reflexión antes de decidir’), de acuerdo a la polémica interpretación de Maurice Sachot en La invención de Cristo, acepción que se conecta con la del término religio: ‘escrúpulo’.
Como dice Sachot, “la religio es un titubeo que retiene, un escrúpulo que impide y no un sentimiento que dirige a una acción, o que incita a practicar el culto”.
Religión e institucionalidad
Dicho en otras palabras, actuar ‘religiosamente’ significaba, para los romanos de la antigüedad, llevar una vida ‘escrupulosa’, es decir, respetuosa de las normas, leyes y códigos morales establecidos. De ahí que para los romanos la religión no fuera ni una doctrina sobre los dioses, ni una moral personal, ni una creencia espiritual, ni una vía de acceso a lo sobrenatural, sino, por una parte, una actitud del ciudadano de respeto y compromiso ante lo instituido —y ante los rituales que le daban significado— y, por otra parte, una institución del Estado —entendido en el sentido clásico de polis—, que cumplía una función de primerísima importancia como factor de cohesión social y garante de las demás instituciones. Esa es la razón por la cual las religiones que carecían de estatuto legal eran consideradas como meras ‘supersticiones’ o prácticas carentes de todo fundamento institucional.
Por ello, tan pronto como el cristianismo se independizó del judaísmo para adquirir un perfil y una identidad propios, fue calificado por los romanos —y paganos en general— como ‘superstición’. De ahí también que las primeras persecuciones contra los cristianos no obedecieran a motivaciones de índole ‘religiosa’ —en el sentido que actualmente le damos a esa expresión—, sino más bien de orden político, en la medida en que determinadas conductas o inconductas de los cristianos —como negarse a rendir culto al emperador— constituían actos de desobediencia civil.
El gran vuelco
Es solamente atendiendo a estas consideraciones que se puede comprender el carácter absolutamente provocador y subversivo de la Apologética de Tertuliano, escrita en el año 197 d. C., en la cual el autor califica al cristianismo no solo como religio sino como vera religio, es decir, como ‘la verdadera religión’, ante la cual todas las demás religiones son falsas, o para decirlo mejor, son puras ‘supersticiones’.
La afirmación de Tertuliano no solo invertía la relación entre religio y superstitio, sino que resignificaba ambos términos. A partir de ese momento, religio va a hacer referencia a todo lo que abarca el fenómeno cristiano (su fe, su doctrina, sus escrituras, sus iglesias, etc.) y superstitio va a designar a todas aquellas ‘falsas’ creencias y prácticas no cristianas. Por otra parte, el término religio se cargaba de un nuevo contenido semántico y pasaba a significar, primordialmente, el mensaje de fe cristiano, entendido como verdad revelada por el verdadero Dios. La oficialización del cristianismo como religión de Estado, dos siglos más tarde, será el remate de todo este proceso.