La violencia desatada en el fútbol argentino ha provocado que se tomen decisiones extremas respecto a la importante final.
La violencia desatada en el fútbol argentino ha provocado que se tomen decisiones extremas respecto a la importante final.

Por: Pedro Cornejo

Decir que el fútbol se ha convertido, literalmente, en un campo de batalla y, como tal, en un fenómeno social potencialmente explosivo, es afirmar una verdad de Perogrullo. No obstante, lo ocurrido el pasado fin de semana antes del clásico partido entre los equipos argentinos Boca Juniors y River Plate, por la final de la Copa Libertadores de América, ha reactualizado la discusión en torno a la violencia en el llamado “deporte rey”.

No solo como una variable extrafutbolística que tiene como protagonistas ya no a los jugadores sino a los sectores más beligerantes —y cada vez más numerosos— de las hinchadas, sino como un factor que ejerce una influencia determinante sobre lo que ocurre dentro del campo de juego.

—Identidades asesinas—
Sabido es que la espiral de violencia en el fútbol se inscribe dentro de un contexto mucho más amplio: el de un mundo globalizado en el que, paradójicamente, las identidades ‘tribales’ siguen siendo dominantes. Al punto que —como dice el escritor libanés Amin Maalouf— no parece excesivo hablar de “identidades asesinas” en tanto que “reducen la identidad a la pertenencia a una sola cosa, instalan a los hombres en una actitud parcial, sectaria, intolerante, dominadora, a veces suicida, y los transforman a menudo en gentes que matan o en partidarios de los que lo hacen”.

En efecto, una de las consecuencias de esta concepción ‘tribal’ de la identidad es que genera lealtades endogámicas y perversas que descalifican a alguien distinto de la propia ‘tribu’. Esto conduce no solo a la negación del otro, sino a legitimar su aniquilamiento. La avalancha de piedras y gas pimienta arrojados por una turba de hinchas de River Plate sobre el ómnibus de Boca Juniors deja pocas dudas sobre esto.

—Lealtades en conflicto—
Esto me recuerda la letanía repetida por periodistas y dirigentes argentinos con el aparente propósito de poner paños fríos al caldeadísimo ambiente que se vivía en los días previos al partido de marras. “Rivales pero no enemigos”, decía el eslogan, sin tomar en cuenta que, cuando la animosidad ha traspasado determinado límite, dicha distinción se vuelve absolutamente borrosa. Y lo que es peor: disuelve los escrúpulos morales allí donde ya eran casi inexistentes.

Como dijo el filósofo estadounidense Richard Rorty, la intensidad de nuestros dilemas morales tiende a variar si la persona a la que hemos afectado es de nuestro ‘cogollo’ o no lo es. “Si la persona es vecina, el conflicto probablemente será intenso. Si es un extraño, especialmente de distinta raza, clase o nación, el conflicto puede resultar bastante más débil”. Aunque parezca mentira, el fútbol es vivido en algunos países —señaladamente en Argentina— como una cuestión de vida o muerte, y los hinchas rivales no son vistos como prójimos o compatriotas con distintas preferencias futbolísticas, sino como miembros de un clan hostil con los que no se puede confraternizar.

—Tradición y traición—
Este conflicto de lealtades que podría resolverse apelando a una lealtad superior y común —la de ser y sentirse conciudadanos, por ejemplo— se agudiza justamente en la medida en que, como resultado de la globalización, el sentido de pertenencia se fragmenta y se aferra a aquellas comunidades unidas por lazos más viscerales y atávicos. Recuérdese que en Argentina ser hincha de un equipo es algo que, en la mayoría de los casos, “se hereda”, lo cual significa, virtualmente, que uno nace, por decirlo así, con determinada camiseta. De ahí que resulte habitual hablar de traición allí donde uno no es fiel a la tradición familiar.

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