Ignacio Medina y su crítica gastronómica al Canta Rana
Ignacio Medina y su crítica gastronómica al Canta Rana
Ignacio Medina

Hay comedores que nos acompañan desde hace tanto que forman parte del mapa de la ciudad, hasta acabar definiendo el perfil de algunos distritos. Aportan referencias, historia, pedigrí y una pátina de nostalgia a la cocina capitalina, aunque el destino los trató de forma desigual, consagrando unos y llevando otros al declive. Unas veces ocurre sin un motivo claro que haga la diferencia, pero otras tiene mucho que ver con la propia dinámica del negocio. Sobre todo cuando el trabajo se convierte en rutina, pierden la perspectiva y aparecen la dejadez, el descuido y la dulce relajación que acostumbra acompañar a la notoriedad. Los restaurantes también mueren por culpa del éxito.

Llego al Canta Rana por cuarta vez en dos semanas intentando explicarme tanto las razones de su éxito como las de su declive. Su nombre suele estar en boca de todos, hay gente esperando en la puerta y el comedor vibra con la presencia y el favor de una clientela nutrida y fiel. Incluso llegó a ganar un premio al mejor huarique de Lima; la gastronomía limeña entraña misterios inescrutables. Pasados unos años de aquello, no encuentro nada que lo lleve a destacar sobre la multitud de locales medianos que pueblan las calles de Lima. El cebiche de cojinova que tomé en mi última visita es un ejemplo: el pescado se ha cortado en trozos medianos y deja notar el exceso cometido con el limón en el propio pescado y en la cebolla, que se han ablandado en el trayecto y acabaron perdiendo mucho más que textura: el sabor y la presencia.

La historia se repite en un cebiche mixto con langostinos, calamar y pulpo –demasiado sancochado el primero, más bien elásticos los segundos– y otros platos que voy eligiendo de su kilométrica carta. Puede que ese sea uno de los problemas que marcan el destino de Canta Rana: 160 platos son demasiados para una cocina tan chica. Ni un hotel con una planilla 10 veces mayor está en condiciones de salir sin daño de un reto tan ambicioso.

La consecuencia es que la carta y los platos se desgranan como por inercia, sin nada que brille y con más zonas oscuras de las debidas. Nada parece descaradamente malo pero casi todo plantea dudas. Los choros a la chalaca, sin ir más lejos, con el choro perdido en un mar de cebolla, una causa de cangrejo –solo viernes, sábados y domingos– en la que este se muestra seco y pierde el poco sabor que conservaba bajo el peso de una salsa dulce y más bien vulgar, o el decepcionante pulpo a la griega. Tampoco entendí el chicharrón de huevera. Han cortado las hueveras al medio –casi nunca por completo, lo que abunda en la sensación de dejadez–, condimentándolas con panca o pimentón molido, para freírlas a continuación con el aceite falto de temperatura, quedando más bien lacias cuando debieran estar crujientes. No sucede lo mismo con el chicharrón de calamar, que, al fin, se maneja en términos bastante correctos.

AL DETALLE
Puntuación: Una estrella de cinco.
Dirección: Pasaje Génova 101, Barranco, Lima.
Teléfono: 247- 7274.
Tarjetas: Visa, MasterCard.
Valet parking: no.
Precio promedio por persona (sin bebidas): S/.50.
Bodega: precaria.
Observaciones: cierra lunes noche y domingo noche.

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