Hay ciudades que se identifican con ritmos musicales o géneros: el tango porteño, la ópera en Viena, el dixieland en New Orleans. Lima puede muy bien identificarse con el vals criollo, pero hay más sonidos que a través de la historia se han escuchado, difundido, creado y alimentado en esta ciudad. Una música que se forma y se nutre (o que es adoptada) en una ciudad es una expresión sociológica de la misma, de su proceso como urbe, de su momento histórico y por supuesto de la gente que la hace y la consume.
¿Qué sonidos musicales son los que han pasado por nuestra ciudad desde que es ciudad? Música sacra, barroca y tonadillas rurales en tiempos virreinales, en las que las transcripciones musicales que el obispo Martínez Compañón recopiló a finales del siglo XVIII ya muestran intentos de fusión y aparece una especie de marinera primitiva. Salto a las mozamalas y aguanieves que retrató Pancho Fierro con su cunda afroperuana y zamacuecas de pañuelo que los militares de la preguerra del Pacífico ya bailaban. Este fue el germen del sonido y el ethos criollo. Nada de jazz en los tiempos posteriores, pero sí swing, tangos, música cubana y rancheras antes de la Segunda Guerra Mundial.
Luego de esta, el bolero y todas las variantes cubanas: el son montuno, el dengue, el cha cha chá, el mambo escandalizante y excomulgatorio, la primera fiebre del rock y las matinales, la salsa dura del Callao. Todo eso es una amalgama de sonidos, algunos que han durado poco y otros que transmutados han creado pequeños circuitos. Música que refleja a Lima de alguna manera, pero que no se ha fermentado (o nacido) en su caldo de cultivo. Hay dos que puedo reconocer como el sonido de la ciudad, en tanto expresión de una cultura que parte de su propia idiosincrasia: la música criolla y la chicha. En la Lima criolla del 900, Eudocio Carrera hace un repaso jocundo a las tradiciones jaraneras de una Lima en la que la música criolla de antes de Montes y Manrique estaba engarzada con el ambiente popular, con Barrios Altos, Amancaes y el Rímac, con ‘doctores’ que curaban el mal de la melancolía, con callejones y salones de interminable algarabía y chicha, con madrugadas y, también, con malandrines y matronas de lupanar. Es el fermento de la música que luego con el vals y Pinglo se vuelve arte, sin dejar de ser popular. Así tomarían siempre asiento en la ciudad hasta las reinterpretaciones del mismo en los años cincuenta y sesenta.
El otro crisol es la chicha, ritmo importado de la cumbia por la vía amazónica, pero que transmutado ya con la guitarra eléctrica y dejando atrás la psicodelia setentera de Los Destellos, toma aliento con Los Shapis, Chacalón y La Nueva Crema, entre otros. Es la cumbia de la ciudad, de la Lima de los ochenta, de la Lima migrante que se hacía visible recién en ese momento con los hijos de los mismos migrantes, limeños que le daban sonido a su realidad. Una realidad agreste y dura, igual de melancólica que la música de sus padres, pero que daba cabida también a la esperanza de los nuevos tiempos.