De granadas en las puertas de los colegios, en un parque o en una iglesia, hemos pasado a un circo. Y en plena función. ¿Qué sigue ahora? ¿Un parque de diversiones? ¿La procesión del Señor de los Milagros? ¿El Metropolitano?
El salvajismo de la delincuencia, que mantiene al ciudadano de a pie acogotado de miedo, lo emparenta cada vez más con el terrorismo de los ochenta, ese que colocaba explosivos donde le viniera en gana, sin importarle las consecuencias de su insania.
Aunque las investigaciones siguen su curso, los indicios apuntan a que la explosión en el circo de la Paisana Jacinta fue obra de extorsionadores. Sobra decir que estos le vienen ganando la guerra a la policía con holgura, sobre todo en San Juan de Lurigancho, el distrito más poblado del país, pero uno de los más vulnerables por su crecimiento desproporcionado y su carencia de servicios.
Si este 2015 ya resulta fatal casi para cualquier negocio, por el escaso dinamismo de la economía, la acción de los extorsionadores puede representar el golpe de gracia para el emprendedurismo criollo. No se necesita tener una empresa grande o un negocio aparatoso; basta una pollería o, como parece que ocurrió anteanoche, un pequeño circo, para que las amenazas afloren y el miedo se apodere de los dueños.
Porque esa, la estrategia del miedo, tiene efectos fulminantes. Antes de que el circo de Jorge Benavides fuera atacado, la policía informaba que al menos 200 personas, entre propietarios y administradores de diversos negocios, recibieron amenazas de delincuentes en lo que va del año. En otras palabras, cada día al menos una persona fue intimidada por un extorsionador. Frente a este panorama, el amenazado opta por pagar y callar. Son pocos los que se atreven a exponer su integridad o la de los suyos con una denuncia ante la policía. Prefieren vivir en permanente tensión.
Y con la extorsión, otra actividad delictiva que también goza de excelente salud es el sicariato. Su dosis diaria de sangre fue cubierta ayer por la tarde cuando dos sujetos que viajaban en un taxi fueron asesinados a balazos en San Martín de Porres, a pocos metros de la transitada avenida Perú.
A escasos días de su último discurso como presidente del país, qué lejano –e inverosímil–suena el primero que diera en el Congreso, cuando, pletórico, Ollanta Humala anunciara que la lucha contra la delincuencia sería una de las prioridades. Qué ilusos resultaron aquellos que pensaron que con la presencia de un militar en lo más alto del poder se combatiría al crimen con energía.
Cuatro años de gobierno – y siete ministros del Interior– después, el fracaso del nacionalismo es contundente. En el Perú se vive con miedo. Hablar por celular en la calle es una invitación a un arranchón. Comer en un restaurante puede ser tan peligroso como hacer ‘puenting’ desde el Villena. La gente desconfía más de la policía. Y los pedidos para que los militares salgan a las calles se acrecientan. La gran transformación del humalismo fue convertir al país en uno más inseguro que el que encontró.