La semana pasada se presentó en el Instituto de Estudios Peruanos (IEP) el libro de Julio Carrión y Patricia Zárate sobre la cultura política en el Perú y las Américas en la última década. Es un minucioso análisis de los resultados de cinco encuestas bianuales llevadas a cabo por el Barómetro de las Américas desde el 2006. Estos tienen la ventaja de permitir la comparación de los resultados para el Perú con los otros países del continente.
El Barómetro explora el ánimo de la opinión pública americana en temas como la legitimidad y la tolerancia política, el apoyo ciudadano al Estado de derecho y las actitudes frente al desarrollo económico, así como la situación del crimen y la corrupción y sus implicancias para la democracia.
Como ya lo adelantara en diciembre pasado, cuando se dieron a conocer los principales resultados de la encuesta continental en Washington D.C., el principal hallazgo en el caso peruano fue la persistencia de los altísimos niveles de victimización por delincuencia y de percepción de inseguridad. Como en años anteriores, en el 2014 volvimos a aparecer en ambos casos con las tasas más altas.
Llaman más la atención dos cosas. Uno: el crecimiento de la victimización, que pasó del 28,1% en el 2012 al 30,6% dos años después. La tasa es bien alta si se considera que el promedio continental es tan solo del 17,3% y que las diferencias con Ecuador (27,5%) y Argentina (24,4%), que se ubicaron en segundo y tercer lugar, son de más de tres y seis puntos porcentuales, respectivamente.
Dos: el crecimiento de la preocupación ciudadana con la inseguridad, un fenómeno visible recién a partir del 2012, en que triplicó (33,3%) las tasas de 10,2%, 11,1% y 12,0% de las tres mediciones anteriores. En el 2014, este indicador llegó al 46,7%, tasa que en Lima Metropolitana llegó al 66,5% y en la costa norte al 58%.
Según el Barómetro, las implicancias institucionales y políticas del crimen son preocupantes.
Primero: la baja confianza en la policía y la justicia penal, reflejo de sus limitaciones para lidiar con un problema que las desborda.
Segundo: el negativo impacto sobre la imagen presidencial, que a su vez afecta la confianza en todas las instituciones públicas. No solo el actual presidente es víctima de este efecto; también lo fueron sus antecesores.
Tercero: el importante respaldo (69,4%) a respuestas autoritarias, como involucrar a militares en tareas de seguridad ciudadana.
Finalmente, casi la mitad de la población (44,6%) aceptaría un golpe militar si eso mejorara las condiciones de seguridad.
A esto súmele usted las sagas de los Álvarez, Orellana, Belaunde Lossio y, ahora, Oropeza, con sus respectivas complicidades policiales, fiscales, judiciales y políticas, y estamos ante un coctel explosivo, que, con miras a las elecciones generales en un año, puede ser explotado por cualquier demagogo. Para que ello no ocurra, los liderazgos políticos deberían, de inmediato, abocarse a trabajar, con la seriedad que la situación demanda, propuestas de seguridad ciudadana eficaces y democráticas.