Mientras hacía compras en un supermercado, escuché una conversación entre dos empleadas del lugar. Una le estaba contando a la otra de su experiencia en el local de la compañía en el Centro de Lima y le decía que lo más espantoso era tener que bajar al sótano del mismo, donde penaban. Seguí mis compras sin escuchar más el escalofriante relato que seguramente habría de continuar y me quedé pensando en la inveterada tradición de la Lima de espíritus y aparecidos. Hasta el día de hoy, los limeños nos sentimos encandilados con las historias de almas que penan, sombras repentinas, ambientes cargados de energía, objetos que se mueven solos, luces en las fotografías, etc.
Confieso que soy un total escéptico de todo eso, a pesar de que he entrado a antiquísimos recintos en el centro y conversado con múltiples personas que me han contado de sus experiencias con lo sobrenatural de Lima, tanto en huacas como en casonas e iglesias. Me he sumergido en las profundidades de las criptas eclesiales llenas de osamentas para investigar cómo los limeños se acercaban al tema de la muerte a través de los años y nunca he sentido ni el más mínimo cosquilleo, y aun así, me fascina el tema. Eso sí, siempre con respeto en los lugares donde hay restos humanos, pues creo que es lo debido para con su memoria, aun si son anónimos.
Lima en el Virreinato era un manantial de historias sobrenaturales, muchas de ellas relatadas y enriquecidas por la pluma de Palma. Allí habitan monjes sin cabeza, encapuchados, manitas de viejas y carbunclos del demonio. Esto último haciendo eco a las historias de aparecidos y luces misteriosas que emanan de las huacas (¿acaso las lámparas de los furtivos huaqueros de toda la vida?).
Lima cuenta también con los tapados y las ánimas que los protegen, que son historias de tesoros escondidos en los pisos y las paredes de las viejas casonas. Algunos, dicen, se hicieron millonarios con estos supuestos hallazgos. Nuestras abuelas nos asustaban con el cuco y cuando el maderamen de la casa vieja crujía por las noches se alimentaban las imágenes de decapitados o de encadenados dispuestos a llevarte al más allá en medio de las tenues luces de esos amplios espacios.
El poeta José Gálvez decía que los fantasmas desaparecieron en Lima el día que llegó la luz eléctrica. Quizás haya sido cierto eso. La anterior iluminación a gas o la pretérita de candiles no solo eran tenues sino que su luz vibrante replicaba sombras en las paredes que la imaginación construía en terribles seres de ultratumba. Pero las historias y las experiencias no acabaron, se transmutaron a otras realidades y leyendas como la de la casa Matusita, cuyo carácter no pudo haber pertenecido al siglo XIX sino a la cosmopolita y mediática Lima de mediados del siglo XX. Pero el chismorreo, la emoción y la capacidad de apoderarse de nuestra imaginación la empatan con la tradición limeña de fantasmas y aparecidos por doquier. Larga vida a los fantasmas.